sábado, 10 de diciembre de 2011

El extranjero

Muy señor mío:


Con humildad me dirijo a la autoridad de Alalíe, para que me conceda la gracia de un aplazamiento de mi expulsión. Quiero demostrar que mi origen jonio no es inventado, a pesar de venir de tierras tartésicas. Los bandazos con que nos sacude la vida hacen de nuestro peregrinar un camino imprevisible, y así como vosotros llegasteis al exilio de Alalíe huyendo de los persas desde oriente, yo he venido también a parar aquí, pero en mi caso huyendo de los cartagineses desde el otro lado de las columnas de Hércules. Reconozco, sin embargo, que he nacido en Tartessos, que allí me he criado, he aprendido su lengua, sus costumbres y también allí me he enamorado y poco después me han destrozado el corazón. Pero no quiero ampararme en la desgracia para solicitar lo que considero de justicia, así que apelaré a mis orígenes.


Mi nombre es Heráclito, hijo de Heráclito de Eneas, el navegante, personalidad que ha dado los mayores tiempos de gloria a los focenses y que sin duda los más viejos deberían recordar y venerar como se merece, aunque su tumba se encuentre ahora en aguas de Sicilia, a setenta codos de profundidad. Fue mi padre de los primeros focenses que vinieron a parar a estas tierras, llamado por los cantos de sirena que trajo en su nave Kolaios de Samos, a su regreso del lejano occidente. Eran cantos de sirena tan tangibles como una nave repleta de tesoros por valor de sesenta talentos. Me han contado, y es posible que lo hayáis visto, que en acción de gracias por el feliz regreso logrado tras aquel largo y accidentado viaje, los samios mandaron construir un magnífico caldero de bronce, coronado con cabezas de grifos y sostenido por tres gigantes, de tal tamaño que aun arrodillados, medían siete codos de alto. Mi padre lo vio en el santuario de Hera y allí prometió entregar su vida a hacer de Focea una potencia comercial conocida y respetada en todo el Mediterráneo. Y pienso que cumplió su palabra con creces. Pero ya que he hablado de mi padre en tono elogioso, también habré de referirme a otros aspectos que no hacen de él un ejemplo a seguir precisamente. Y es que siendo un hombre unido en matrimonio, con la promesa de fidelidad que ello conlleva, faltó a su compromiso y descuidó sus obligaciones. Sí, lo reconozco, soy hijo ilegítimo de Heráclito el navegante. Pero de él he heredado su nombre y su amor a Focea, su tierra de origen. Desconozco si en otros puertos habrá engendrado más hijos que reclamen ahora su amparo, pero sin que sirva de disculpa, tal vez su proceder respondiera a una estrategia de colonización que no hemos sabido valorar. Quizá haya buscado establecer con las autoridades locales otros lazos distintos a los meramente comerciales y que han demostrado ser muy útiles y necesarios. Y para corroborar mi afirmación contaré mi caso.

Yo era consciente de mi condición de extranjero desde que tenía uso de razón, no sólo porque veía a mi padre cada tres años, sino porque mi educación se alejaba de lo establecido para los niños nacidos en Tartessos. Estudié oratoria y filosofía, y ello me permitió abrir las puertas para codearme con las élites locales. Fui maestro y poeta reconocido, y entre mis alumnos había sacerdotes, hijos de jueces y consejeros reales.
También figuraba Lisístrata, merecedora de ocupar en el Olimpo un puesto junto a la diosa de la belleza, y por cuyo amor me encuentro ahora llamando a las puertas de Alalíe, solo y derrotado. Su padre era el procurador principal de justicia y mano derecha de Argantonio, rey que gobernaba Tartessos desde hacía decenios. Dada mi facilidad para los idiomas, el rey también me encomendaba tareas diplomáticas, y ya fuera para recibir a los mercaderes extranjeros o para tratar con los cartagineses que venían de Gadir a exigirnos un impuesto de protección (¡los dioses los confundan!), mis servicios se cotizaban generosamente en dinero y en especie. Mi vida estaba bien orientada, gozaba de reconocimiento y era un secreto a voces que mi relación con Lisístrata derivaría en un compromiso formal en breve plazo. Pero la armonía y los años de bonanza de Tartessos iban a durar mientras Argantonio siguiera con vida, y a pocos se nos escapaba que los cartagineses habían estado tejiendo durante años una tupida red de intereses que estaba ya a punto de caer sobre nosotros.

                ................ (Continuará) ...................

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