viernes, 16 de diciembre de 2011

El extranjero (2)

Todo hubiese sido distinto si los focenses hubieseis aceptado el ofrecimiento de Argantonio. Recuerdo aquel día como si fuese ayer. Era la vigésima legación comercial que Focea enviaba en busca de estaño. Y a todos nos embargó la preocupación después de escuchar las malas noticias que traían sus emisarios: decían que los persas, en su afán expansivo, amenazaban con engullir Focea, como ya habían hecho con otras ciudades griegas de Anatolia. Todos sabíamos que no habría otra solución que el exilio, salvo la aniquilación de nuestro pueblo en caso de acudir a la guerra. Entonces emergió la figura de Argantonio, tan generosa como longeva, inteligente y acreedor del respeto de sus enemigos.


Sabed que llegó a ofrecer las tierras de su imperio para que pudieseis estableceros sin condición alguna, en un gesto que jamás olvidaré. No niego que en el ofrecimiento existiesen otros cálculos políticos, con el fin de minar el terreno a sus posibles sucesores, más proclives a establecer alianzas con los cartagineses. Pero es así como ha logrado ejercer su reinado durante más de cincuenta años, y así le ha ido bien. Tampoco sé si este detalle que acabo de escribir de mi puño y letra es de vuestro entero conocimiento. El hecho es que vuestros emisarios rechazaron la oferta de Argantonio y se volvieron a Focea con las bodegas de las naves cargadas de talentos, dinero que Argantonio había regalado como compensación, para fortalecer las defensas de la ciudad ante el ataque inminente de los persas.

Este último encuentro con los focenses, de los que de alguna manera me sentía deudor, debido quizá al origen de mi padre, puso un punto de desasosiego en mi ánimo que fue engordando con el paso del tiempo. No pasaba un día sin que mis pensamientos viajasen hasta el otro lado del Mediterráneo y acompañaran en su desamparo a mis compatriotas, haciendo mío un sentimiento de añoranza que no tendría que tener si no fuera porque algo en mi interior enervaba mi sangre griega. Así que al cabo de un año decidí armarme de valor y embarqué rumbo a Focea, una decisión en la que más pudo el corazón que la cabeza. En Tartessos dejaba mi vida con la esperanza de volver a retomarla, como si yo pudiese controlar desde la lejanía los efectos de mi ausencia. Luego comprobé que mi insignificancia apenas me impedía vadear las dificultades que iban sucediéndose una tras otra, como una cascada. Pues al día siguiente de hacerme a la mar caí enfermo, víctima de los mareos que me producían los vaivenes de la embarcación. Tras dos semanas de travesía arribamos a las costas de Sicilia, donde una tempestad redujo a tablas nuestra nave. Allí permanecí un tiempo que no sé precisar, quizá un mes, puede que dos. Quiso la fortuna que allí hiciese escala un barco fenicio, que procedente de Cartago, regresaba a Tiro. Engañé a la tripulación y me admitieron entre ellos, con la falsa excusa de cumplir una importante misión diplomática para la colonia fenicia de Gadir. Al llegar a Tiro me escabullí entre el gentío del puerto y decidí seguir la línea de la costa para llegar hasta Focea. Creyendo estar próximo a mi destino no sabía que aún habría de pasar mucho más tiempo del que ya había empleado en llegar a Fenicia. Sufrí caídas, mordeduras de serpientes y alacranes, pasé hambre, sed y frío, padecí enfermedades y ataques de bandidos.

Con mis fuerzas al límite, mi ropa hecha jirones y una barba de náufrago, llegué al fin a las puertas de Focea, una ciudad que imaginaba idílica, dinámica y cosmopolita, capaz de acoger al hijo pródigo que regresa con una fe ciega en sus orígenes, que no renuncia a ellos a pesar de una vida pasada de opulencia tartésica. Pero lo que encontré al otro lado de los riscos que delimitan la bahía de Focea fue un panorama de desolación y muerte. Apenas una docena de casas se sostenía en pie en medio de las ruinas y las cenizas en que los persas habían convertido mi patria.
 
                  .............(Continuará)............

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