El sentido de la vida es una cuestión pendiente que aún no han respondido nuestros filósofos con la profundidad que se merece. Allí estaba yo, en medio de la nada. Me sentía extranjero en la tierra que me había visto nacer y quizá debido a ello había emprendido un viaje a los orígenes de mis ancestros, en busca de alguna respuesta que reconfortara mi espíritu. Pero no la había hallado y nada indicaba lo contrario. No negaré que en tales circunstancias mi desaliento llevara a considerarme un apestado. Confundido y abatido, recorrí la ciudad en medio de la podredumbre y los buitres. Era evidente que el dinero de Argantonio no había servido para detener el avance de los persas, pero sí había unido a los focenses en la esperanza, mientras levantaban las murallas y fortificaban la ciudad. Y ese detalle me reconfortó. Al llegar al puerto observé a un grupo de personas que reunía víveres en torno a un barco de las mismas características de los que tantos había visto surcando las aguas de Tartessos. Me presenté y les conté mi peripecia. Y se mostraron sorprendidos y orgullosos de encontrar a alguien tan audaz entre los suyos. Me dijeron que estaban preparándose para partir hacia el exilio. Eran los últimos que quedaban, pues los demás supervivientes habían salido ya hacia Alalíe. De modo que otra vez tomé un barco para cruzar los mares trufados de piratas y tempestades, como si no pudiese huir de mi condición helena, como si algo en mi interior me llevase a buscar odiseas y aventuras quiméricas.
Al llegar a Sicilia abandoné su compañía con todo mi dolor, pues viví con ellos los mejores días de mi vida, y continuaron su viaje hacia la isla de Córcega, lugar que los focenses habían elegido para fundar la colonia de Alalíe veinte años atrás. Yo tenía intención de regresar a Tartessos y contar de primera mano lo acontecido en Focea durante los últimos cinco años. Había pasado mucho tiempo desde que abandoné Tartessos y esperaba poder recuperar mi vida, como si el tiempo hubiese detenido su avance a mi capricho. Pero no llegué a sospechar hasta qué punto la historia se muestra implacable con los hombres. Argantonio, el rey que había hecho de Tartessos un imperio floreciente colmado de riquezas y al que todos los pueblos mediterráneos miraban con envidia y respeto, había muerto con la seguridad de sus súbditos de no hallar jamás un soberano de su inteligencia y magnanimidad. Las honras fúnebres se habían prolongado durante semanas, mientras la incertidumbre iba ganando sitio en todo el reino. Su sucesor había decidido promulgar nuevas leyes que cambiaba la concepción de justicia que muchos teníamos, después de un período tan dilatado de estabilidad. Así que no pasó mucho tiempo sin que se produjesen destierros y represalias por agravios pasados. Es seguro que yo no me habría librado tampoco de sufrir los rencores de quienes creían tener más derecho que yo a ocupar puestos tan importantes como el que tenía, siendo extranjero como era. Tampoco el procurador principal de justicia siguió en su cargo, pues he sabido que fue desterrado a las regiones del interior, más allá del Betis. Su hija Lisístrata, que había alimentado los sueños de mi regreso, que aún mantenía vivo mi vínculo con Tartesos, había contraído matrimonio con un almirante cartaginés de la vecina Gadir, persona ingrata que ya conocía de mis tratos con la colonia fenicia. Cierto es que no le guardo rencor, pues sólo a mi indolencia puedo achacar su decisión de buscar el calor en brazos de otro. Pero no es menos cierto que nadie podrá quitar la espina que lacera mi corazón.
Ya no tenía nada que hacer en Tartessos y cinco años después de mi partida volvía a salir, esta vez con la seguridad de no volver. Atravesé las columnas de Hércules por última vez, dejando atrás mi vida y los sueños que en tantos griegos había despertado Kolaios de Samos con el descubrimiento de aquella Atlántida lejana. He llegado a Alalíe hace dos semanas bordeando la isla de Córcega por el sur para evitar a los piratas de Etruria.
Solicito, pues, me sea concedida la hospitalidad del pueblo focense, que tantos y tan buenos hijos ha dado. No albergo malas intenciones, pero si quieren referencias mías pregunten a Eumenes, Parménides, Seleuco o Quilón a los que acompañé hasta Sicilia en su último viaje. Ellos abogarán por mí. Espero vuestra clemencia.
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