martes, 5 de diciembre de 2017

Todo lo que era sólido



Al calor de la reciente crisis económica, de la que ya empezamos a escribir en pasado, fueron saliendo multitud de libros que abordaron el fenómeno desde distintos puntos de vista e incidiendo en diferentes aspectos sobre su repercusión, tanto en los niveles más cercanos al individuo y que afectan a la economía familiar, como al referido a los estamentos financieros y a la estructura misma de la economía global. Es evidente que con una oferta tan amplia de textos, la variedad de criterios con los que se ha analizado esta crisis, hace que a menudo hayamos perdido la perspectiva y no tengamos muy claro con cuál de ellos quedarnos para tener una explicación racional de lo acontecido.  

En “Todo lo que era sólido”, Muñoz Molina se aleja de los grandes datos económicos y estadísticos y se queda con lo nuclear, esto es, con lo que él llamaría la “raíz del mal”. Se aleja de la frialdad de esas cifras para acercarnos a la realidad diaria que él ha vivido como funcionario de la administración desde finales de los años 70 del pasado siglo hasta nuestros días. Porque para él, la crisis económica no vino motivada tanto por el despilfarro de dinero público (con el consiguiente endeudamiento), o por la corrupción de los poderes públicos en los años previos. Sino que todo esto es más bien consecuencia de la pérdida de principios éticos de una sociedad occidental entregada a la arcadia feliz que prometió ese capitalismo desatado, que no solo tiene al hombre como objetivo para procurarle el bien, sino que también se sirve de él, convirtiéndolo en esclavo, para mantener una estructura en beneficio de los más poderosos.

Y es a través de esa experiencia como funcionario como Muñoz Molina nos explica la manera en que ha visto cambiar la sociedad española y los criterios o los valores que rigen la vida de la gente en relación con sus semejantes y con el estado. Cuenta que en esa primera etapa de la democracia, desde la misma administración y el cuerpo funcionarial, había un anhelo de cambiar las cosas y las estructuras de poder después de 40 años de dictadura. Había mucha ilusión por parecernos a los países europeos más avanzados que ya llevaban en democracia desde el final de la segunda guerra mundial. Pero ya entonces se percató de un doble problema que impediría el cumplimiento de dicho objetivo. Por un lado, el crecimiento de los nuevos partidos políticos que se erigieron como verdaderas maquinarias de poder, que en muchos casos vinieron a sustituir en la práctica a los organismos de control propios de un estado, con lo que aquellos fueron fagocitándolos y anulando en muchos casos los límites legales que impedían comportamientos caciquiles y arbitrarios. Y por otro lado, apenas unos años después, se produjo la llegada de ingente cantidad de dinero público procedente de Europa al integrarnos en la Comunidad Económica Europea, que hizo que la tentación del despilfarro y la corrupción aumentara, como así se ha visto.

Muñoz Molina se lamenta de haber perdido una oportunidad única como país, especialmente en esos primeros años de democracia, de asentar los cimientos de una sociedad más justa. Y pone como ejemplo a Francia, país que ofrece una titulación universitaria específica para aquel que quiera desarrollar su carrera profesional dentro de la función pública, algo que en España no existe y jamás se ha planteado. Y estoy de acuerdo con él en que esa sería una buena sugerencia con la que se habrían evitado muchos de los males que hoy aquejan a nuestro país.

Pero, claro, que en estos casos conviene hacer una simulación práctica e imaginarse a cualquiera de los partidos políticos del congreso defender en el parlamento una reforma en este sentido. Y me cuesta verlo, la verdad, porque eso supondría primero hacer un ejercicio de autoafirmación de la nación y Constitución españolas, reconocer su plena soberanía, fortalecer las estructuras del estado, delimitar claramente las competencias de las autonomías y las corporaciones locales, cuando no devolverlas al estado, y un largo etcétera que en el fondo vendría a atar las manos a los políticos en sus manejos partidistas. Y me cuesta verlo porque no veo a ningún partido político hacer semejante muestra de respeto a la patria común (ya no pido amor a la patria, simplemente respeto), sacrificando sus propios intereses particulares. Ni la derecha, por sus complejos históricos y para que no la señalen como facha. Ni la izquierda, porque en el fondo se siente incómoda, como si le diera urticaria, de hacer esa defensa pública de la nación. Ni los nacionalistas, por motivos obvios de odio a España. Nadie… Así pues, señor Muñoz Molina, usted ha puesto el dedo en esa llaga, pero usted sabe que esa solución sería inviable, aunque no lo diga. Pero no se preocupe, ya estoy yo para decirlo.
         
      Con un estilo ameno, “Todo lo que era sólido” contiene numerosas anécdotas vividas en primera persona por el autor que explican de manera gráfica y sencilla cómo hemos llegado a la situación de crisis, no tanto económica (que también), como moral. Desde su visión ideológica de la izquierda más clásica, Muñoz Molina señala los males, procurando buscar siempre una justificación histórica y propone algunas soluciones desde su óptica, incidiendo sobre todo en la extensión y afirmación de los derechos adquiridos en materia laboral y social y en la necesaria reforma de la educación, para desterrar a la Iglesia de toda influencia (hace 50 años esa lucha podría tener sentido, pero hoy eso no es un problema. ¡Ay, las obsesiones!)

Dejando aparte la discrepancia que me despiertan muchas de sus ideas, este es un libro lúcido y recomendable para conocer desde otra perspectiva la dimensión y origen de esta última crisis económica.