Estamos ante una novela negra,
negrísima, cuyo título dulcifica bastante el color de las almas que pretende
retratar. Con esto ya estoy diciendo bastante. Pese a todo, o precisamente por
eso (y esto es una maldad mía), ha sido una novela muy reconocida en Francia: ya
que ganó el Premio Renandot y fue elegida
Libro del Año por los libreros franceses y por la revista cultural Lire.
En principio, Philippe Claudel, hace un planteamiento que sugiere una historia
muy atractiva y llena de matices. Ambientada en el norte de Francia, en plena
Primera Guerra Mundial, “Almas grises”
arranca con la aparición del cadáver de una niña salvajemente asesinada,
flotando en un canal. Este hecho conmociona a un pueblo que es sacudido a
diario por los cañonazos del frente de batalla, que retumban en la distancia para,
si cabe, dar una ambientación más angustiosa al escenario. También el olor a
pólvora impregna las calles. Ese crimen va a resucitar los viejos rencores, las
sospechas y alterará todavía más (por si la guerra no era suficiente) el orden
y la convivencia en el pueblo. A medida que la investigación va avanzando, todos los
implicados (fiscal, policía, juez, los vecinos e incluso un par de desertores
del campo de batalla) irán enfrentándose a una realidad que ha estado demasiado
tiempo enterrada en el fango de un convencionalismo social aceptado por todos. Pero
la comodidad, o falsa paz de ese pacto silencioso, va a saltar por los aires
con la investigación, la condena del sospechoso y la posterior investigación
que lleva a cabo la policía 20 años después de haberse hecho justicia.
Como ven, se trata de una historia que
abre muchas posibilidades para el lucimiento de los recursos de un buen escritor:
buena dosis de intriga (con un giro inesperado cerca del final que no gustará a
los más quisquillosos), perfiles psicológicos ambiguos y una ambientación
histórica bastante convincente. Philippe
Claudel demuestra ser un buen escritor, porque además aprovecha la historia
para hacer una severa crítica a la sociedad. Una sociedad, la francesa de
aquella época, que debería encarnar los valores históricos de libertad, justicia
e igualdad, y que se supone mejor que esa otra a la que se enfrenta en el campo
de batalla. Por lo que nos cuenta el trasfondo de la novela, el autor no lo
cree así. Y es legítimo.
Pero dicho esto, uno espera con cualquier
lectura de nivel un muestrario de luces y sombras, un elenco de personajes con
sus cosas buenas y malas, es decir un reflejo de la vida misma. Y sin embargo,
en “Almas grises” todo es negro, no
hay esperanza, nada hay de luz, ningún personaje, ninguna actitud nos hace
pensar en el lado bueno de las cosas, que sí, que lo hay, aunque la historia se
desarrolle en medio de una guerra, aunque se trate de aclarar un crimen. Existen
también en la vida cosas buenas, gente buena, aunque haya nihilistas que se nieguen
a aceptarlo. Es por eso que esta lectura, con ese clima tan asfixiante no se me
hace real. No me la creo porque la vida no es como la pinta Philippe Claudel. En la novela no hay un punto de fuga, un
asidero al que agarrarse, un personaje que por su carácter o sus defectos sea
digno de acunar, o tan siquiera de que le regalemos un mínimo de empatía. Hasta
los escasos ramalazos de humor, que en teoría servirían para distender, nos dejan
un poso de amargura.
No quisiera parecer demasiado duro,
pero es que recordando ahora el inicio de “Almas
grises”, no veo en ese primer pasaje el escenario del crimen, o a los
personajes que pueblan la ciudad, ni tan siquiera a la víctima… No, la escena
inicial arranca con el fiscal, con el juez y el comisario, compitiendo a ojos
del narrador por ver quién tiene el perfil más torvo y pérfido, quien se
muestra más miserable y ajeno al dolor. Precisamente quienes tienen la misión
de poner orden o de investigar hasta descubrir al culpable, quienes tienen que
canalizar la justicia y velar por el orden, la paz y la tranquilidad.
Ese inicio predispone mucho a la hora
de enfrentarse a la novela. Al final sólo la muerte parece aliviar el dolor de
todos los personajes, una muerte que une sus destinos como único canal de
liberación. Un final nihilista que hace diferente (e irritante) esta novela de
otras de un perfil similar que diseccionan también el alma humana, pero cuya
lectura se hace mucho más real y por tanto más llevadera.
Ante el rumbo que ha tomado cierta
forma de entender el arte y la cultura, como reflejo de lo que entienden que es
la vida, no me extraña en absoluto la ristra de premios que ha cosechado esta
novela en Francia. Sólo falta que el director de cine Michael Haneke cierre el círculo y tome esta historia entre sus
manos para llevarla a la pantalla. Los premios le lloverán, no lo duden, y gran
parte de la crítica besará el suelo que pisa el pobre Michael... No se rían, es
que ya lo hemos visto.
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