sábado, 5 de marzo de 2011

Un tranvia en SP



Con esta novela, Unai Elorriaga ganó el Premio Nacional de Literatura del año 2002. Se trata de una novela para la reflexión, para el humor, para el drama; una novela que muestra una forma de afrontar la realidad, de vivir la vida con los recuerdos y los anhelos que le dan sentido. El título, “Un tranvía en SP”, no puede sintetizar mejor la conjunción de lo vivido y lo soñado, pues el tranvía une al protagonista con su pasado y le puede conducir a cumplir su deseo, ascender al Shisha Pangma (SP). Ni que decir tiene que esta es una interpretación que propicia una lectura optimista de la novela. Porque a mi juicio hay otros aspectos más discutibles (referidos al estilo), que visten la novela con un corsé poco elaborado, como una especie de “collage” deslavazado de retales donde lo esencial no parece que sea narrar una historia, sino describir una sucesión de sensaciones, volubles y anárquicas. Y ese es un defecto que desconcierta y condiciona mucho la lectura. Pero vayamos por partes.
"Un tranvía en SP" cuenta la vida de Lucas, un octogenario que debe convivir con la demencia senil que consume sus últimos años de vida. María, su hermana, lo tiene a su cargo en casa tras recogerlo del hospital. A pesar de que el tema puede dar pie a una lectura pesimista, la novela está escrita en un tono amable y festivo, lejos de ambientes opresivos y desesperanzados que impregnan otras obras donde la enfermedad cobra una especial relevancia, como es el caso de “Pabellón de reposo”, de Camilo José Cela.
Junto a estos personajes está Marcos, un músico que acompañado de una guitarra recorre el mundo hasta encontrar el amor de Roma, una joven médico. Con estos personajes, el autor teje un pequeño mundo de complicidades, de sueños por cumplir, de confesiones a veces amargas; un lugar de encuentro entre la vejez y la juventud, donde tiene cabida el nacimiento del amor, el avance de la enfermedad, la práctica de la convivencia en definitiva, con todo lo que conlleva de bueno y de malo.
Narrar lo cotidiano tiene el peligro de hacer caer en la indolencia al lector y llevarlo a abandonar la lectura si la trama no tiene los “puntos de enganche” suficientemente atractivos. Unai Elorriaga resuelve este problema dosificando el humor y el drama, e intercalando con la voz omnisciente del narrador algunas reflexiones y anécdotas que a modo de diario escribe cada personaje. Así podemos identificar sin excesiva dificultad las inquietudes de cada uno de ellos y las relaciones que se establecen. En este aspecto destaca la que mantienen Lucas y su hermana, que constituye el armazón principal de la historia. Lucas vive obsesionado con el alpinismo y sueña con escalar algún día el Shisha Pangma, el más bajo de los 14 “ochomiles” del planeta. Ese sueño también es alimentado por María, que participa de esa obsesión, dando consejos, arropando a su hermano, comprendiendo que es el momento de estar con él, de no dejarlo solo. Se establece una relación de entrega, de dulce comprensión, llena de guiños de complicidad. Una relación entrañable e impregnada de ternura que recuerda a la que tiene el anciano Salvatore con su nieto Bruno en la novela de José Luís Sanpedro, “La sonrisa etrusca”. En este relato, lleno de delicadeza y sensibilidad, es también protagonista la vejez: Salvatore, estando en el ocaso de su vida y ante el inexorable avance de la enfermedad, encuentra en su nieto un motivo para seguir aferrado a la vida.
Unai Elorriaga no pretende hacer de su novela un drama que deje en el lector un poso de tristeza. Por eso descarga la tensión dramática intercalando monólogos que escribe el propio Lucas por recomendación médica, como ejercicio para mantener activa la mente. Es en ese momento cuando el autor despliega todos sus recursos humorísticos, poniendo en boca de Lucas ocurrencias disparatadas y absurdas que llevan casi a la carcajada. Y para mantener el equilibrio emocional de la historia, el autor inserta otros monólogos de Lucas, que reflejan el sufrimiento al recordar a Rosa, su mujer. Un recuerdo que aún permanece vivo en él, a pesar de la demencia y de los 15 años que ya han transcurrido desde su muerte. O la nostalgia de su juventud, momento en que recuerda a Matías, un amigo suyo con dotes para el fútbol y que acaba trabajando como conductor de tranvías.
Para completar la historia, aparece Marcos en la vida de los protagonistas. Marcos es un músico que busca el amor y la melodía perfecta. Un bohemio que encuentra en Lucas a un consejero, a un anciano cargado de experiencias, a una mente inocente y carente de maldad, a un amigo que le abre las puertas de un mundo que le invita a explorar. Pero al mismo tiempo Marcos es consciente de la situación de soledad de María y se ofrece a ser su consuelo, la persona que escucha y da calor.
En cuanto a la forma de contar la historia, me ha venido a la memoria la obra “Manhatan transfer”, de John Dos Passos. En ella se narran retazos de la vida de la Nueva York de aquellos inmigrantes que llegaron de Europa a principios de siglo XX. Entrecruza anécdotas y episodios de varios personajes, en principio sin mucha relación entre ellos, con crudeza, en un marco común de espacio y lugar.
Esta manera de narrar historias puede llegar a desconcertar al lector, sobre todo si está habituado a lecturas donde la trama es más concreta y lineal en el tiempo. En este caso el autor no parte de un principio claramente definido para desarrollar una trama y llegar a un desenlace que el lector puede intuir o no, pero sabe que éste se va a producir. En cambio en el tipo de narración que nos ocupa se exige del lector otra lectura, situarse en otro nivel al puramente narrativo y mirar desde otra perspectiva el conjunto de la historia. Esto puede llevar al lector a cuestionarse ciertos planteamientos del autor y hacerse preguntas del tipo: “¿Por qué este párrafo de la página 20 no lo pone en la 66, o en la 94? ¿Por qué la novela termina en la 174 y no sigue hasta la 315? ¿Qué aporta el episodio que cuenta en la página 116 al conjunto de la novela? ¿Por qué no lo suprime, o no le da otro sentido?”… Me temo que, a pesar de todos los análisis que hagamos, estas preguntas sólo puede responderlas el propio autor.
Como reflexión final, conceder un premio de tal envergadura como el nacional de literatura a una sola novela de entre las miles que se publican a lo largo de un año no deja de ser una injusticia, pues sin duda habrá motivos para premiar a muchas otras con igual o superior calidad. Este premio le ha servido a Unai Elorriaga para ingresar en el selecto club de escritores españoles que han recibido importantes galardones a nivel nacional. Premiar a una joven promesa tiene sus riesgos, no en vano pocos son los que se acordarán ahora de Pedro Maestre, joven ganador del Nadal a principios de los noventa, con “Matando dinosaurios con tirachinas”.
Pero en ocasiones la apuesta puede salir bien, pues Antonio Muñoz Molina, con “El invierno en Lisboa” y Luís Landero, con “Juegos de la edad tardía”, lograron el nacional de literatura en el inicio de sus carreras literarias y luego han confirmado plenamente con sus obras posteriores las expectativas que despertaron entre los críticos.
El tiempo lo dirá, pero una vez pasados 9 años y varias novelas de Unai, mucho me temo que este premio del 2002 sirviera más bien para contentar a la Academia Vasca.
Literatura o poder, eterno dilema.

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