martes, 15 de marzo de 2011

Sarcasmos te da la vida


La vida está llena de sarcasmos. No puede ser de otra manera habiendo tantos ejemplos en la historia que hasta las crónicas más antiguas ya daban fe de ello. Si Maximilien de Robespierre no hubiese inventado la guillotina, no habría probado su eficacia en 1794 viendo rodar su propia cabeza. Tampoco sabemos lo que Beethoven podría haber legado a la humanidad si su sordera no hubiese irrumpido en su vida aislándolo del mundo. Es posible que sin su dolencia, su novena sinfonía habría resultado menos sublime. ¿Ironía? Tal vez. Lo que sí es seguro es que Borges tampoco se iba a librar de la suya. Lector voraz, perdió la vista por vivir (y beber) lecturas demasiado deprisa. Suele pasar cuando uno se zampa la Enciclopedia Británica en plena infancia. Como consecuencia, tuvo que penar su exceso con una indigestión de retina que le impidió trasegar más libros. Durísima condena para él.
Pero hoy les voy a hablar de Lawrence Chardy, que desafió hasta el paroxismo la condición mortal del ser humano. Nació en 1890 en Pasadena, California. A los cinco años sobrevivió a una meningitis que le dejó como única secuela un volumen desproporcionado de su cabeza. Un precio muy barato si lo comparamos con el que tuvieron que pagar los otros quince niños de la ciudad que también sufrieron la enfermedad. Fue el único que quedó para contarlo. A los 16 años sobrevivió al terremoto de San Francisco que destruyó la ciudad y convirtió su barrio en un arado de escombros. Pero no fue hasta 1912 (cuando logró salir a nado de un Titanic que se hundía) cuando Lawrence supo que tenía un ángel protector que le guardaba la vida.
Desde entonces se entregó a una constante apuesta con la muerte, sabedor de que iba a salir indemne. Así, se alistó voluntario en el ejército para luchar en la Primera Guerra Mundial, y por supuesto ganar la batalla de Gallípoli. 25 años después, se ofreció como voluntario en los oscuros programas del proyecto Manhatan mientras se libraba la Segunda Guerra Mundial. Ni las radiaciones ni los gases experimentales pudieron con él, de modo que los responsables del proyecto lo expulsaron sin indemnizarle, una vez que conocieron su biografía, por “el peligro de equivocar las conclusiones de los científicos a la hora de valorar las secuelas en el organismo humano a la exposición al gas nervioso” (sic). Por eso, aprovechándose de su inmunidad lo enviaron al desembarco de Normandía, (ascendido ya a oficial), al frente de un batallón del que fue su único sobreviviente. A su regreso recibió la medalla de honor.
Siempre inquieto, al cumplir los 60 años, Lawrence Chardy se lanzó a ganar dinero con un disfraz de hombre-bala, haciendo de proyectil en un exitoso espectáculo que recorrió los Estados Unidos de costa a costa hasta 1955.
Pero nadie podía predecir (y menos él) que su final lo encontraría en una inocente bolsa de pipas que compró en Long Island. Una cáscara que tragó por accidente le obstruyó la traquea y murió en plena calle sin que nadie pudiera evitarlo (ni creerlo). Ni las enfermedades, ni las guerras pudieron con él. Tampoco los terremotos, los naufragios o las armas químicas. Sólo una semilla, una puñetera pipa.
Murió en 1956, el mismo día que Bela Lugosi, ese mítico actor de películas de terror que, en otra ironía de la vida, falleció en Los Ángeles creyéndose un vampiro, como uno más de los tantos personajes que había interpretado en el cine. Y para completar la ironía, Lugosi ordenó ser incinerado con su disfraz de vampiro. Pero para entonces, Lawrence Chardy ya ejercía de hombre mortal.
Sarcasmos te da la vida.

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