El libro del que
hablaremos hoy es una crónica periodística que emprendió Manuel Chaves Nogales en París durante los meses de enero y febrero
de 1931 en el diario “Ahora”.
Recordemos que aún no había llegado la II República y Alfonso XIII aún tardaría
50 días en salir huyendo hacia Roma. Pero ya en el mundillo periodístico, los
más influyentes simpatizaban clarísimamente con la revolución bolchevique. Hasta
el punto de que se organizaron viajes de periodistas a Moscú para loar los
avances de la revolución. Manuel Chaves
también viajó allí pero no le gustó en absoluto lo que vio. Y prefirió
compensar ese exceso de entusiasmo de sus colegas con un viaje a París, donde
se encontraría con la mayor parte del exilio ruso que hubo de abandonar su
país. Porque eso es algo que a menudo se olvida: la revolución bolchevique
trajo consigo una guerra civil en Rusia que duró varios años y una cruenta
represión posterior que llevó al exilio a más de dos millones de rusos a
establecerse en toda Europa. Y todo eso, antes de que llegara Stalin al poder,
el mayor genocida de la historia. Francia fue el país de acogida más generoso.
Y allí se fue Manuel Chaves Nogales
a hablar con esa otra parte de Rusia, a escuchar sus experiencias y sus
sentimientos. En esa época emprender esa tarea era optar por la valentía y la
independencia. Y lo pagó.
Manuel Chaves se entrevistó con todo tipo de rusos: descendientes de la aristocracia y
de la familia Romanov, militares, políticos, empresarios, con artistas,
escritores… Gran parte de la crónica la dedica a entrevistar a aspirantes a
heredar el trono del zar. Cuenta uno de ellos: “El día de mañana la reconstrucción de Rusia será posible gracias al
heroísmo callado de esos compatriotas que hoy se privan de todo y en medio de
la dispersión del mundo se aíslan para no confundirse, para no dejar de ser
rusos nunca, para que siga habiendo una ciencia rusa, un arte ruso, una cultura
rusa, en fin.” Un fenómeno curioso que cuenta con gracia Manuel Chaves es que debido a la gran
cantidad de exiliados de abolengo, antiguos señores y gente aristocrática y
acomodada, se aprovechó alrededor de este cortejo de grandes señores venidos a
menos, una tropilla de pseudoaristócratas, comerciantes judíos, viejos
burócratas, antiguos servidores y aventureros, que por curiosa paradoja son los
más celosos defensores de los prestigios de clase que en realidad no
disfrutaron nunca. Son esos tipos de arribistas de la grandeza caída en desgracia,
como los llama Manuel Chaves, los
que más envilecen la clase. Pero hasta en este detalle grotesco se ve el
orgullo de pertenencia, de ser parte de la herencia rusa que les impidió
diluirse en los países de acogida, un legado al que no renunciaron pese a estar
en el exilio.
Llama la atención que
gran parte del exilio ruso, al menos la que siente la responsabilidad de
liderarlo tuvieran muchas esperanzas en un regreso cercano: “El innegable fracaso de las utopías
comunistas irá debilitando poco a poco el monopolio político del partido
bolchevique” , augura uno de estos líderes. No hace falta decir que se
equivocaron. Aún tendrían que esperar casi 70 años para ver caer el muro.
Otros testimonios nos
hablan del momento de la huida, patético, de vida o muerte. Es el caso de Kerenski, que desalojó del palacio a la
familia Romanov en marzo de 1917 y luego fue laminado en octubre de ese mismo
año por los bolcheviques, que tomaron el poder. Manuel Chaves define a Kerenski
como “un hombre sensato, realista y
valiente, aferrado a sus convicciones intelectuales… Procuraba en vano
mantenerse en el fiel de la balanza, queriendo ser ecuánime cuando se habían
desatado las fuerzas del mal y la ecuanimidad era un delito.” Leyendo este
perfil del personaje, uno puede ver en el espejo de Kerenski la imagen del propio Manuel
Chaves en la España de entonces. Y creo que él mismo se veía así.
Otra huida sonada y de
película fue la que protagonizó La
Balachova, bailarina de fama mundial y primera bailarina del Gran Teatro Imperial
de Moscú. Tuvo que salir huyendo disfrazada y esconderse en el bosque varios
días para salvar el pellejo. Su casa de Pretschinskaya, que era al mismo tiempo
un palacio y un museo fue ocupada por Isadora
Duncan, la bailarina roja, su gran rival en los escenarios. Como una
especie de ironía o como si se tratase de una revolución hecha a escala, Duncan
se dedicó a destruir todo lo que era del agrado de La Balachova, muebles de lujo, tapices de gran valor artístico,
cuadros…
Otro tanto podría decirse
de la familia de Irene Nemirowski,
escritora a la que también entrevistó y que sólo había publicado hasta entonces
la novela “David Golder”, pero ya había llamado la atención del mundo literario,
pese a su juventud. Irene Nemirowski
personificó como nadie los tiempos más duros del siglo XX: después de huir del
régimen soviético, acabó sus días en el campo de concentración de Auschwitz,
del régimen nazi.
Al exilio fueron a parar
también los nacionalistas ucranianos y militares y líderes de las repúblicas
del Cáucaso. También fueron objeto de atención en su reportaje, aunque no eran
rusos propiamente dichos. Pero huyeron igualmente, pues no fueron bien tratados
por las autoridades bolcheviques, ni antes tampoco bajo el poder despótico del
zar.
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