lunes, 28 de abril de 2014

Las lágrimas de San Lorenzo



Julio Llamazares escribe con esta novela una reflexión melancólica sobre la fugacidad de la vida. Lo hace a través de la mirada del protagonista, un hombre de mediana edad, tendente a la vida solitaria que contempla la misma como ese tiempo que ya no puede recuperar, que echa la mirada atrás con la impotencia del que no puede cambiar las cosas. De la mano del protagonista y su hijo, asistimos a una especie de ceremonia de iniciación para la vida que parece repetirse de generación en generación. Padre e hijo se reúnen en una playa de Ibiza, en la noche de San Lorenzo, a contemplar la lluvia de estrellas fugaces que iluminan con su luz potente, pero efímera, el paso por la vida.

Se trata de una lectura llena de simbolismo, cargada de emoción y de una gran belleza estética. Julio Llamazares mantiene este tono durante toda la novela, pero lo acentúa sobre todo al principio. Nos impregna con unas imágenes y sensaciones que quedan muy marcadas en el lector, como esos recuerdos que el protagonista asocia a su infancia, el olor del lúpulo, del tomillo, la nostalgia que siente al ver ahora los campos vacíos cuando antaño bullían de gente que trabajaba en la recolección. Incluso siendo niño, el protagonista siente que no forma parte de la tierra de sus abuelos, que viven en León, cuando él llega desde Bilbao a pasar las vacaciones. Y en ese momento envidia a los niños que viven allí porque conocen el nombre de los pájaros y de los árboles donde anidan. Un detalle muy sutil que nos indica la tendencia del protagonista a quedarse apartado de la vida que fluye a su alrededor.
Se le nota al autor sus dotes para la poesía, especialmente con una metáfora que no me resisto a reproducir: “… Sólo se oyen los grillos coser la noche con su canción…” (Pag. 35). O por esa manera de identificar la vida como una noria que gira sin parar.

A todo parece llegar tarde el protagonista, y en general los hombres de la familia, marcados por la ausencia para con los que le rodean, la incomunicación y la pérdida de la que uno es consciente sólo cuando ya es tarde para dar marcha atrás. El padre del protagonista es consciente de ello al borde de la muerte, cuando le dice a su hijo: “…Nos pasamos la mitad de la vida perdiendo el tiempo y la otra mitad queriendo recuperarlo…”. Esa sensación de pérdida, de melancolía, se percibe también en muchos otros pasajes: la foto de su tío Pedro, que despierta la fascinación en el protagonista al desaparecer, echado al monte, una vez terminada la guerra. O en esa novela que el protagonista no es capaz de terminar después de tantos años. También en la muerte de su hermano Ángel en un absurdo accidente. O en ese deambular permanente por universidades europeas sin echar raíces en ningún lugar, como queriendo huir de sí mismo y que a su vez le impide mantener unida la familia. Pero son precisamente las preguntas que su hijo le formula, preguntas sencillas y directas, a las que quizá nunca se ha enfrentado el protagonista, las que dotan de mayor tensión dramática la novela: “… ¿Por qué os separasteis mamá y tú?... ¿Por qué nos abandonaste?...” Son palabras que pesan mucho en la voz de un niño y acentúan la ausencia del padre en la vida de su hijo. Se siente desvalido y necesita respuestas.


 Uno se pregunta qué futuro le espera al hijo del protagonista. Y viendo la deriva de la familia, condenada a repetir los errores, es muy probable que pudiera protagonizar  de nuevo la historia de “Las lágrimas de San Lorenzo”, en la siguiente generación, con su propio hijo, sentados en la arena de una playa de Ibiza.

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