martes, 10 de julio de 2012

Rostro de alquiler


Cuando a las siete de la tarde aparecen las primeras ronchitas alrededor de la boca voy preparando la loción. Con movimientos circulares masajeo con ella la cara, después de que las ronchitas se hayan convertido en pústulas que supuran un humor como de melaza espesa. La mezcla de la leche con mi fluido corporal genera un emplasto que al cabo de las tres horas ha secado la piel y ha resquebrajado en miles de fragmentos el mosaico de mi rostro apergaminado.

Entonces llega el momento de meterme en la cama boca arriba. Esta postura es necesaria para que una nevada de escamas esparza mi cara por las sábanas y los globos oculares no se salgan de sus órbitas, calavera abajo, al no encontrar en las persianas de mis párpados la barrera natural de sujeción.
Cuando seis horas después de dormir en forzada vigilia suena el despertador, me levanto de la cama y me dirijo al baño con la torpeza de quien se la liga en la gallinita ciega. Y allí, frente al espejo, moldeo mi nueva identidad con un mejunje de agua, látex y colágeno, que dos días antes he amasado y dejado macerar.

Después de siete años haciendo lo mismo cada día, uno empieza a cansarse y se pregunta si tanto sacrificio compensa el par de horas de focos, piropos y sesiones fotográficas, con que me premian por mi trabajo de rostro de alquiler.

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