martes, 7 de febrero de 2012

La papiroflexia como tratado de pliegues


Trabajé en una multinacional recién acabada la carrera. Me avalaba un currículum inmaculado, una beca Erasmus en Noruega, un excelente nivel de inglés y francés, un Máster en Marketing y Relaciones Internacionales, y hasta un subcampeonato del mundo en Papiroflexia Rápida que obtuve durante mis vacaciones en Hong Kong. Era una consecuencia natural que tuviera seis ofertas de empleo sobre la mesa para elegir la que quisiera. No es por darme el pisto, pero con 23 años no sólo tenía el mundo a mis pies, sino que podía emular al mismísimo Atlante y cargarlo sobre mis hombros.

Me pusieron en un despacho pequeño, sin luz natural, entre la fotocopiadora y los servicios. No era lo que creía merecer pero deduje que un contrato en prácticas debía esconder otros tributos tan poco visibles como mi sueldo. Así que sin solución de continuidad ejercí de Amelie Nothomb (perdida en aquella empresa de Tokio): básicamente servir cafés, distribuir las órdenes de trabajo, encargarme de las fotocopias y hacer inventario del material de oficina. Ante tan poco estimulante panorama me dejé llevar por la desidia y acabé engordando y adicto al café, mientras mataba el tiempo dando vida a multitud de animales con los papeles que se atascaban en la fotocopiadora.

- No creas que con la papiroflexia vas a ascender en la empresa. Vas por mal camino. Yo empecé como tú pero me puse las pilas y en quince años ya soy jefa del departamento… Te recuerdo que aún está pendiente el recuento de grapas y clips. ¡A trabajar!

Mi jefa no me quitaba ojo de encima: era muy exigente y perfeccionista hasta la náusea. Hablaba cinco idiomas, era madre soltera, cinturón negro de kárate de 2º Dan y tenía un coeficiente de 155. A su edad (tenía menos de 40) estaba más que preparada para dirigir la sección internacional. Pero parecía tener asumido que los peldaños deben subirse de uno en uno y ella aún se encontraba en mitad del descansillo.

Me despidieron a los 6 meses por negligente (no recordé, para regocijo de mi jefa, que al señor director le gustaba el café con un solo terrón de azúcar). Para entonces mi nivel de autoestima había bajado a cotas de alcantarillado, justo en proporción inversa al virtuosismo que alcanzaron mis creaciones en papel. Recuerdo haber empezado con un renacuajo de tamaño cuartilla para celebrar mi contrato y terminar con un Tiranosaurus Rex, con sus 387 pliegues y en formato DIN A2, el día que firmé el finiquito.

Ahora que han pasado 10 años desde entonces, curiosamente recuerdo aquellos meses sin rencor, si acaso con una cierta nostalgia por esa bisoñez perdida que me hacía ver la vida a través de un prisma desenfocado. No sé si ha tenido algo que ver el encuentro casual que tuve con mi jefa de entonces, este último verano, en una playa nudista durante mis vacaciones en Grecia. Los dos nos alegramos de vernos. Me contó que a ella también la despidieron y que ahora dirigía su propia empresa.

- Cuando te fuiste me quedé con uno de tus dragones de papel que dejaste olvidado encima de tu mesa… Y examinarlo detenidamente me hizo pensar.- Dijo sin mostrar el mínimo rubor por su pecho caído y un pubis salvaje, enmarañado y negrísimo. Yo, por mi parte, había renunciado a disimular una incipiente erección. Y tampoco me ruboricé.

Es curioso que un pedazo de papel le haya llevado a la misma conclusión a la que llegó uno de los maestros de Pitágoras en su tratado sobre las relaciones humanas. Despojados de los pliegues con que ocultamos nuestros complejos para vestirnos de falsedades y convencionalismos estúpidos las más de las veces; desnudos como Adán y Eva en su vida primigenia, nos encontrábamos en aquella Arcadia lejana recordando las dobleces con que dimos forma a nuestras vidas hace 10 años.

Mi antigua jefa sólo tuvo que extender el dragón para ver todas sus caras ocultas (y de paso las nuestras) y tomar conciencia de lo que realmente importa en la vida. Un café más o menos dulce, jerarquías alambicadas que nos conducen por derroteros inútiles, órdenes humillantes, servidumbres obscenas... Y todo, en pos de una promesa de poder. En los 6 meses que trabajé en la multinacional jamás me pregunté si todos estos sacrificios me encaminaban a ser una mejor persona. Mi jefa tampoco se lo había cuestionado hasta que vio mi dragón.

En la duermevela de mis noches de insomnio sonrío al pensar que de algo me ha servido el subcampeonato del mundo en Papiroflexia Rápida.

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