miércoles, 21 de septiembre de 2011

La puerta de Heródoto


La taberna del Frasco, cerca del embarcadero, es el lugar al que acuden esos hombres de mar, gente ruda, sacrificada y de pocas palabras. La taberna aún conserva ese olor a fritanga de aceite usado, de pescaíto frito y tabaco de contrabando, de restos de espuma que gotea desde los tiradores de cañas. Ese olor que te impregna la ropa durante las partidas de dominó y te deja la huella del Frasco, como si te hubiera abrazado desde el otro lado de la barra antes de servirte las gambas de rigor como primera tapa. Ese olor sigue siendo el mismo pese a que el Frasco ya no está al frente de su taberna.
Era verano cuando desapareció. Salió hace dos años con su pequeño bote una mañana de mar en calma. Llevaba todo su equipo de buceo a pulmón libre: unas aletas de pala ancha, machete, cinturón de plomo, un fusil de pesca submarina y unas gafas que hacían agua. Sus amigos, entre los que me encuentro, compartíamos con él su afición por el submarinismo desde niños, pero el paso del tiempo fue ordenando nuestras prioridades, y al final el buceo ya sólo tenía interés para el Frasco. Antes de las 9 solía regresar con su barca repleta de sargos, jibias, palometas y algún mero que superaba los dos kilos. Así conseguía ampliar la carta de raciones de pescaíto para su taberna.
- Mirad lo que traigo hoy… Este cachivache debe ser de los fenicios.
Sostenía entre sus manos una pequeña figura de obsidiana, tan acribillada de lapas y algas que se hacía difícil adivinar por debajo la forma de una sacerdotisa. Nos miramos, incrédulos, al pie de la barca. Hay que ver qué suerte tiene el Frasco, era el sentir general.
- Estaba enredada entre los tentáculos de este pulpo. ¡Fijaos, menudo ejemplar!.- Corroboró alzando los ocho kilos de cefalópodo.
Esa tarde, con nuestra promesa de guardar silencio, nos llevó a su bodega, que tenía habilitada como un muestrario arqueológico del lugar. Tenía ordenados por épocas todos los objetos que fue encontrando a lo largo de los años. Desde tablillas tartésicas, figurillas cartaginesas y ánforas romanas, pasando por flechas y diademas árabes, monedas acuñadas en las indias, restos de las guerras napoleónicas y hasta la hélice de un avión de la guerra civil. Junto a centenares de joyas, calaveras, mosquetones y balas de cañón, había un esqueleto completo vestido con su uniforme de guardia de corp. Aún se distinguía en la sisa de la pechera el agujero abierto por el sable que lo mató… Quizá, en la batalla de Trafalgar.
Un día, el Frasco me desveló su secreto.
- He encontrado una cueva a los pies del acantilado. Y no puedes imaginarte lo que esconde. Hay todo un mundo por descubrir.- Me susurró al oído con sigilo.
Yo no quise contribuir a alimentar su ego. Sólo me limité a seguirle la corriente por cortesía.
- ¿Y no crees que sería mejor donar las piezas a un museo?.- Le pregunté.
- No me he explicado bien. No se trata de restos arqueológicos. Más bien diría que son las pruebas de que los grandes mitos de la humanidad son más reales de lo que parecen. A través de esa cueva he accedido a un mundo subterráneo plagado de Golems y fuentes de la eterna juventud. La Atlántida existió, también Eldorado. Ahora están ahí abajo, junto a antiguas civilizaciones que desaparecieron de la tierra sin dejar rastro. Creo que personajes como Heródoto, Nostradamus, Juanelo o Julio Verne supieron de la existencia de este mundo interior. Las piezas que habéis visto en mi bodega no son más que quincalla para fetichistas.
Me dolía la cabeza y seguí con mi partida de dominó. Cada loco con su tema. Pobre Frasco, pensé mientras daba cuenta de los salmonetes a la plancha que pescó esa misma mañana. Entonces no podía saber que el Frasco tomaría su bote al día siguiente y desaparecería dejándonos huérfanos de su compañía, aunque su taberna siguiera oliendo a historias de mar.
Dicen que se ahogó, pero aún no han encontrado su cuerpo. Pasados dos años desde entonces, yo más bien pienso que bajó a la cueva y atravesó la puerta de Heródoto en busca de la Atlántida. Espero que algún día la encuentre y regrese para contarlo.

viernes, 16 de septiembre de 2011

Finalistas del Premio Setenil 2011

El ayuntamiento de Molina de Segura ha hecho pública la lista de los 10 finalistas que optarán al premio Setenil al mejor libro de cuentos publicado en 2010.
Entre los finalistas hay escritores con una sólida carrera literaria a sus espaldas, otros quizá más conocidos por su poesía, y los hay que se han curtido ganando certámenes de relato corto a diestro y siniestro.
Pero queda confirmado (como ya ocurrió el año pasado), que cada vez se le presta más atención al microrrelato, y de nuevo hay opciones para que en esta edición se premie una obra de este género en alza.
El jurado fallará a principios de noviembre. Ardua labor.
Suerte a los elegidos:

1.- "Los ojos de los peces", de Rubén Abella (Menoscuarto); 2.- "Vidas prometidas", de Guillermo Busutil (Tropo); 3.- "Pasadizos", de Juan Herrezuelo (Instituto de Estudios Almerienses); 4.- "Tanta pasión para nada", de Julio Llamazares (Alfaguara); 5.- "Los pobres desgraciados hijos de perra", de Carlos Marzal (Tusquets); 6.- "El heladero de Brooklyn", de Fernando Molero Campos (Alhulia); 7.- "Los muertos, los vivos", de Beatriz Olivenza (Torremozas); 8.- "Ficcionarium", de Fernando Palazuelos (Baile del sol); 9.- "Distorsiones", de David Roas (Páginas de Espuma); 10.- "Cuentos rusos", de Francesc Serés (Mondadori)

domingo, 11 de septiembre de 2011

En la estación


Las puertas del vagón se abren y una marabunta de personas arrastra a Ignacio al interior, recordándole que están en plena hora punta. El aire acondicionado no funciona, el calor es agobiante y las caras de sueño evidencian la pesadez del ambiente: algunos dormitan, otros leen con aburrimiento y los hay incluso que conversan animadamente, a pesar de hora tan temprana. El tren inicia la marcha, e Ignacio que no ha encontrado asiento, mantiene el equilibrio a duras penas. Tiene las dos manos ocupadas y sus reflejos ya no responden como antaño. Una mujer le ofrece su asiento, pero él declina con dignidad de orgullo herido. Sólo son dos estaciones y prefiere viajar de pie, como lo ha hecho durante muchos años… Tantos, que ya no recuerda cuantos son. En la estación de Lavapiés se baja del metro. Espera en pie, en medio del andén, que el trasiego de la gente le permita avanzar sin obstáculos hacia el último banco, antes de llegar a la escalera de salida. Entonces alza la vista hacia el fondo y allí está ella, sentada con el bolso en su regazo, leyendo una novela de amores, de esas que tanto le gustan.
- Disculpe, joven. ¿Tiene hora?.- Le pregunta Ignacio al llegar a su altura.
Y ella, que ha salido una hora antes de la casa que ambos comparten desde hace cincuenta años, le contesta:
- Si se da prisa, llegará a tiempo a su trabajo.
- No importa, creo que hoy llegaré tarde… Igual que entonces, ¿recuerdas?
Ella sonríe, como aquel día, e Ignacio le da un beso y le coloca una rosa en el ojal. Y juntos, de la mano, dirigen sus pasos achacosos hacia la salida para hacer de su aniversario un día para recordar.

viernes, 2 de septiembre de 2011

Una vuelta al mundo


Este libro de viajes, escrito a dos manos en 1928, no tendría su interés si no fuera por la relevancia de sus autores y el momento histórico en que se escribió. Erika y Klaus Mann eran los dos hijos mayores del ya por entonces famoso escritor alemán Thomas Mann. Su novela “La montaña mágica” había elevado las expectativas de conseguir el premio Nobel (lo que finalmente conseguiría en 1929) y a sus hijos, Erika y Klaus, les abrió las puertas de la vida cultural alemana y europea. Cuando decidieron emprender este viaje del que trata el libro que nos ocupa, ella tenía 22 años y él 21. ¿Quién en esa época podía permitirse un viaje de 9 meses alrededor del mundo, atravesando el atlántico, los Estados Unidos, el pacífico, las islas de Japón y toda la Unión Soviética a través de Siberia?
Aunque ellos no lo cuentan en estas páginas, se sabe gracias a un epílogo escrito por Uwe Naumann, que los dos hermanos tenían como objetivo principal darse a conocer en Hollywood y establecerse en la meca del cine. Pese a su juventud, Klaus Mann era crítico de teatro y autor de varias obras que se habían estrenado en Alemania antes de emprender el viaje. Y su hermana Erika era una actriz de teatro. Por aquel entonces los dos atravesaban por un momento crítico en sus vidas: ella debía digerir el fracaso de su reciente matrimonio, y él las pésimas críticas de sus últimos estrenos. Este viaje, por tanto, podría definirse como una huida hacia delante.
Y con ese objetivo de cambiar de aires parecieron tomarse este viaje, que nada tiene que ver con el que emprendieron los grandes viajeros europeos apenas unos años antes, en el siglo XIX. No les movía un ansia por conocer nuevos mundos o formas de vida diferentes, integrándose en las comunidades que los acogían. Con este viaje no iban a transformar sus vidas, ni a emprender estudios antropológicos que los llevaran a comprender el origen y evolución de las civilizaciones que visitaban, como sin duda sí les ocurría a muchos de esos grandes exploradores. Al terminar de leer el libro, uno tiene la sensación de haber leído una crónica periodística sin mucha profundidad, una sucesión de anécdotas que alternan con reflexiones unas veces serias, otras algo frívolas, pero que aportan una visión acorde a la época y a su educación, a toda una forma de vida, la de los “locos años veinte”. La portada del libro se ajusta como un guante a lo que el lector se encontrará en sus páginas: con esta imagen de los dos hermanos, juntos y sonrientes, se presentaban en la sociedad americana como los hijos gemelos de Thomas Mann, una “travesura” divertida que se les ocurrió durante el viaje por el atlántico y que los periodistas americanos aceptaron sin saber que se trataba de una broma.
Otro aspecto que quisiera destacar es la visión “tan alemana” que tenían del mundo y de la vida. En todos los lugares que visitaban de Estados Unidos siempre coincidían con algún profesor alemán universitario, también diplomáticos, se reunían con empresarios, artistas e intelectuales alemanes, de manera que nunca dejaron de tener contacto con su propio mundo. Tenían tan interiorizada esta forma de ser que, a mi juicio, este viaje no les permitió tanto “conocer mundo”, como sí “ver mundo”. Diría que se tomaron esta vuelta al mundo con predisposición de turistas ricos y cultos de la época, como genuinos personajes salidos de las páginas de E. M. Foster, Evelyn Waugh o Somerset Maugham.
Y ese detalle es el que considero más interesante de “Una vuelta al mundo”: Erika y Klaus Mann dieron una visión ácida y desenfadada de las sociedades americana, japonesa y rusa, una visión condicionada por su educación germana. Y todo ello, lejos de saber que apenas 12 años después de escribir el libro, estas 4 naciones se verían involucradas de lleno en una nueva guerra mundial.
Pero para entonces, tanto Erika como Klaus ya llevaban varios años exiliados en los Estados Unidos, país que los acogió tras la llegada de los nazis al Reichstag en 1933. Nunca cumplieron su sueño de establecerse en Hollywood, pero al menos consiguieron huir del régimen nazi y de ese ambiente que ahogaba a la crítica independiente y eliminaba la libre expresión artística que se les supone a los intelectuales. Precisamente sobre ello, Klaus Mann escribió en 1936 la novela “Mefisto”, donde ajusta las cuentas al mundo de la cultura de su país y denuncia esa bastarda entrega a los nazis por parte de los escritores y artistas alemanes de su época.
Este es un libro que no deja de tener su interés, no tanto por lo que cuenta como por el punto de vista de sus autores y el momento histórico elegido: ese tiempo de precarios equilibrios entre las naciones (y falsamente feliz entre la alta sociedad europea), que lleva incubando desde el final de la 1ª Guerra Mundial una continuación devastadora que nadie parecía intuir.