domingo, 11 de septiembre de 2011
En la estación
Las puertas del vagón se abren y una marabunta de personas arrastra a Ignacio al interior, recordándole que están en plena hora punta. El aire acondicionado no funciona, el calor es agobiante y las caras de sueño evidencian la pesadez del ambiente: algunos dormitan, otros leen con aburrimiento y los hay incluso que conversan animadamente, a pesar de hora tan temprana. El tren inicia la marcha, e Ignacio que no ha encontrado asiento, mantiene el equilibrio a duras penas. Tiene las dos manos ocupadas y sus reflejos ya no responden como antaño. Una mujer le ofrece su asiento, pero él declina con dignidad de orgullo herido. Sólo son dos estaciones y prefiere viajar de pie, como lo ha hecho durante muchos años… Tantos, que ya no recuerda cuantos son. En la estación de Lavapiés se baja del metro. Espera en pie, en medio del andén, que el trasiego de la gente le permita avanzar sin obstáculos hacia el último banco, antes de llegar a la escalera de salida. Entonces alza la vista hacia el fondo y allí está ella, sentada con el bolso en su regazo, leyendo una novela de amores, de esas que tanto le gustan.
- Disculpe, joven. ¿Tiene hora?.- Le pregunta Ignacio al llegar a su altura.
Y ella, que ha salido una hora antes de la casa que ambos comparten desde hace cincuenta años, le contesta:
- Si se da prisa, llegará a tiempo a su trabajo.
- No importa, creo que hoy llegaré tarde… Igual que entonces, ¿recuerdas?
Ella sonríe, como aquel día, e Ignacio le da un beso y le coloca una rosa en el ojal. Y juntos, de la mano, dirigen sus pasos achacosos hacia la salida para hacer de su aniversario un día para recordar.
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Qué hermoso... dos vidas que merecieron la pena.
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