lunes, 11 de abril de 2011

La casa habitada


La editorial Algaida nos trae como viene siendo habitual en los últimos años (en edición bastante cuidada de encuadernación y formato de letra) las novelas premiadas en el XXVIII certamen Felipe Trigo. En la modalidad de novela corta se llevó el premio “La casa habitada”, de Carlos J. Climent. Como su título indica, esta novela narra la historia de una familia que se instala en una casa que ya está habitada. La situación de partida, que puede parecer chocante si la llevásemos al mundo real, se hace verosímil con el desarrollo de la trama por la buena caracterización de los personajes, a los que dota de un perfil psicológico muy marcado. Conforme avanza la acción y en la línea del cuento de Julio Cortázar, “Casa tomada” (del que es claro deudor), la evolución de los acontecimientos nos conduce hacia un final, no por previsible, menos impactante.
Sin embargo, en el cuento de Cortázar principalmente lo que prevalece es el misterio, pues desconocemos qué presencia extraña es la que invade la casa, con qué intenciones y por qué, o cómo terminarán los protagonistas. Estas incertidumbres dan a “Casa tomada” una mayor riqueza al sugerir muchas interpretaciones: algunos podrán ver en el mensaje del cuento una metáfora sobre la situación política argentina; otros sugieren que hay una especie de sombra del pasado que acecha a unos personajes cargados de culpas o miedos; e incluso hay quien ha visto en esa presencia extraña una biblioteca que crece sin control a medida que pasa el tiempo hasta amenazar con ocupar toda la casa. En cambio, en “La casa habitada” sabemos desde la primera página que es una familia ajena la que ocupa una parte de la casa del protagonista, lo que dirige la atención del lector hacia el desenlace final. Un desenlace que me ha hecho recordar el ambiente enrarecido que impregnan las novelas de Kafka. Por eso me atrevería a decir que “La casa habitada” es más deudora de “La metamorfosis” que del cuento “Casa tomada”. De hecho, en el epílogo de la novela el autor justifica que “la melancolía y cierta angustia de estar vivo debían circular por las palabras del texto”. Y en cierto modo, Carlos ha sabido reflejar el miedo del protagonista a vivir en un mundo regido por reglas que no entiende y lo proscriben. ¿Acaso hay algo más kafkiano que esto?
Carlos J. Climent ya había demostrado con sus obras anteriores (sobre todo con la deliciosa colección de cuentos “Conversaciones en el balneario”, que encontré por casualidad en un puesto de la cuesta Moyano) que es capaz de construir buenas historias con personajes creíbles y humanos. Sería interesante comprobar cómo se desenvuelve en narraciones más largas. Pero de momento, en esta novela corta que nos ocupa, consigue hacer una reescritura de uno de los mejores cuentos de Julio Cortázar. El reto, desde luego, es difícil por lo atrevido de la propuesta. Exponerse así al escrutinio de los que veneran al maestro en el altar de los ídolos de las letras denota en primer lugar mucha valentía por su parte y luego un cierto grado de provocación, tan necesario para mantener vivo el nervio de todo escritor que se precie.
A mi juicio, Carlos sale airoso de la prueba, aunque siempre haya algún inquisidor que se mate la vista intentando encontrar materia para condenar a Carlos J. Climent a la hoguera de los blasfemos.
Pues nada, que ladren mientras Carlos sigue escribiendo.
Todos lo agradeceremos.

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