domingo, 17 de abril de 2011

En el café


Por aquel entonces, la puntualidad se erigía en un rasgo nada desdeñable de mi personalidad. A las ocho solía salir de la oficina y antes de marchar a casa me pasaba por el ‘Constantinopla’. Allí, la decoración me trasladaba a un mundo pretérito de sueños y melancolías y yo me dejaba llevar por los aromas que prometían noches de placer. Al otro lado de la barra, frente a la que me pertrechaba para escapar de la rutina, veía siempre a la misma mujer sentada a la mesa, solitaria y meditabunda, con un punto de elegancia discreta que la hacía más misteriosa y atractiva.
Una semana después supe que se llamaba Rosaura y al mes siguiente estábamos inmersos en una relación prometedora, a tenor de lo insaciable de nuestros encuentros. Pero pronto se trocó en una nave difícil de pilotar, a pesar de mi naturaleza permeable y sacrificada. Así que antes de acabar en la autodestrucción decidimos dejar que nuestros caminos discurriesen limpios de polvo y paja, en espera de que cicatrizaran las heridas que nos dejó la ansiedad y el dolor.
Hoy se cumplen tres años de nuestra despedida, y aquí, en el ‘Constantinopla’, nada parece haber cambiado. Acabo de salir de la oficina y antes de marchar a casa me dejo arrastrar por el aroma de mi sempiterno café, mientras me decido a averiguar el nombre de una extraña mujer sentada a la mesa, al otro lado de la barra, a la que llevo observando desde hace una semana.
Pero quisiera pensar que en el ‘Constantinopla’, los finales no siempre son los mismos

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