domingo, 25 de abril de 2010

El Emperador


En esta obra, Kapuscinski hace un análisis de la vida del emperador Haile Selassie de Etiopía, desde que es coronado en 1930 hasta su derrocamiento en 1974. No se trata, sin embargo, de un estudio cronológico de los acontecimientos sino más bien de un retrato humano del personaje, endiosado y como tal, dueño y señor de los destinos de su país y de sus súbditos, acaparador de un poder absoluto. El autor nos muestra a un emperador absorbido por el papel que le ha tocado desempeñar en la vida. Haile Selassie se siente un elegido para detentar el poder en todos los órdenes, desde las decisiones que implican a los más altos niveles de la nación, hasta aquellas que afectan a las personas de peor condición social. Todo pasa por sus manos, incluso las facturas y las cuentas de resultados de cualquier negocio familiar. Dotado de una memoria prodigiosa, no necesita apuntar nada, y es capaz incluso de recordar el nombre de la persona a la que nombró director de un hotel cinco años atrás… Porque hasta ese tipo de nombramientos debe contar con su visto bueno.
Sin embargo, Kapuscinski, lejos de mostrar un apasionamiento que distorsione la figura objeto de su estudio, cede la palabra a multitud de personajes que lo trataron de cerca, que vivieron con él en el día a día; treinta y cinco voces que dan una visión más objetiva, no tanto por el juicio de valor que sobre Haile Selassie puedan deslizar con sus testimonios, sino porque cuentan hechos concretos de su vida más íntima y de su labor de gobierno; unos hechos de los que estas voces han sido testigos.
En esta obra el autor estructura su estudio en tres partes. En la primera cuenta pequeñas anécdotas que muestran muy bien su personalidad, en sus relaciones con la corte, sus ministros y personal de servicios. Bastan un par de testimonios para mostrarnos la personalidad de este emperador feudal en pleno siglo XX. En la página 40 recoge lo que cuenta uno de ellos:
“… Yo fui el porta-cojín del Bondadoso Señor durante veintiséis años. Acompañé al emperador en sus viajes por el mundo, y la verdad –lo digo con orgullo- Nuestro Señor no podía ir sin mí a ninguna parte porque su dignidad continuamente le exigía sentarse en el trono y no lo podía hacer sin el cojín, y el porta-cojín era yo. Yo dominaba a la perfección todo un protocolo al respecto, al igual que poseía un tan vasto como útil conocimiento del tamaño de los diferentes tronos reales, lo cual me permitía escoger rápida y certeramente el cojín idóneo. Cincuenta y dos cojines tenía yo en mi almacén, todos de distinta medida, grosor, material y color…”
Pero otro testimonio, que podemos leer en la página 135, es todavía más revelador respecto a la forma de relacionarse con sus súbditos:
“… Durante muchos años serví a su Altísima Majestad como encargado del mortero. Colocaba la máquina cerca del lugar donde el Bondadoso Monarca ofrecía banquetes a los pobres, ávidos de puchero. Cuando el festín tocaba a su término, yo disparaba al aire unas cuantas salvas. Una vez disparadas, los proyectiles se abrían dejando salir de su interior unas nubes multicolores que poco a poco iban cayendo suavemente sobre la tierra. No eran sino pañuelos variopintos con la efigie del Emperador. La gente se agolpaba, se empujaba a codazos, alargando las manos. Todos querían volver a casa con el retrato de Nuestro Señor milagrosamente caído del cielo…” Después de leer esto, sobra cualquier comentario.
En la segunda parte de la obra, Kapuscinski aborda una etapa de dificultad en el reinado de Haile Selassie, con un intento de derrocamiento sufrido en 1960 por parte de un grupo de descontentos que integraban su propia camarilla. Y ahí desvela las luchas por el poder que diversas facciones llevaron a cabo entre sí, de manera descarnada, con el único fin de ganarse el favor del soberano todopoderoso. Podemos deducir por lo investigado que Haile Selassie no tomaba partido por ninguna facción y se mostraba más bien apartado de esas luchas, como si estuviera por encima del bien y del mal.
En la última parte, cuenta el levantamiento (esta vez sí tuvo éxito) que se produjo en toda Etiopía, alentado por las universidades y una facción de su séquito que exigía cambios para eliminar la corrupción y esas formas feudales de gobierno. Corrían otros tiempos, los movimientos del mayo del 68 habían tenido amplia repercusión en todo el mundo, y la opinión de la prensa internacional respecto a la situación del país empezaba a preocupar en la corte. Además de los testimonios recogidos por el autor, también se exponen algunas de sus propias reflexiones, algo que se agradece, como contraste por su condición de observador europeo:
“… En aquellos años existían dos imágenes de Haile Selassie. La primera –conocida por la opinión pública internacional- presentaba al emperador como un monarca, tal vez un tanto exótico pero valiente, al que caracterizaba una energía inagotable, una mente despierta y una profunda sensibilidad; como el hombre que había plantado cara a Musolini, recuperado el Imperio y el trono, y que se había fijado el ambicioso objetivo de sacar a su país del subdesarrollo y de jugar un papel importante en el mundo. La segunda imagen presentaba al monarca como un soberano capaz de hacer cualquier cosa con tal de mantener su poder, y ante todo, un demagogo y un paternalista teatral, que con sus gestos y palabras enmascaraba la venalidad, la cerrazón y el servilismo de la elite gobernante, por él creada y mimada. Por lo demás, como suele ocurrir en la vida, ambas imágenes eran auténticas…”
Poco más que añadir a las palabras de Kapuscinski. Desde luego, este libro, El Emperador, es una lectura interesante y totalmente recomendable.

2 comentarios:

  1. Me encantó este libro. Aparte de la amenidad con la que está escrito, huye de maniqueísmos fáciles... aunque la imagen final que me quedó de Selassie es la de un hijo de la gran ****.

    ResponderEliminar
  2. Como buen cronista de su tiempo, Kapuscinski sabía observar y escuchar... Y efectivamente, Jaimemarlow, de esa definición que apuntas no puede librarse ningún dictador.

    ResponderEliminar