Al principio mi cuerpo pesaba como un revestimiento de plomo
invisible sobre mi piel. Caminaba como si cada paso estuviese legitimado por el
peso de una decisión de vida o muerte, igual que el Cristo que sobrelleva en
sus hombros la cruz de la culpa universal, con el mismo compromiso, con
idéntica resignación.
Al principio achacaba mi peso desproporcionado a una
estructura ósea más propia de alguien cercano a los seis pies de estatura, pues
aunque no soy bajo, mis medidas se diluyen en lo convencional. Luego comprobé
que los motivos del exceso había que buscarlos más cerca de la superficie,
concretamente en los diez centímetros de espesor de mi epidermis. Con ella me
sentía a salvo de todo cambio de temperatura, invulnerable a los golpes,
protegido como la morsa que retoza en aguas gélidas, encapsulado como el feto
en el limbo amniótico.
Nunca fui consciente de mi problema hasta que la acumulación
de piel en los párpados me impedía observar el mundo exterior sin tener delante
un obstáculo de pliegues. Fue entonces cuando me enfrenté a la disyuntiva de
elegir entre mi revestimiento cutáneo o mi novia, harta de verme acolchado y
sin forma. Como uno procura siempre hacer propósito de enmienda para estar bien
avenido en el mundo que le rodea, decidí cambiar de aspecto a toda costa. Así
que aprovechando un padrastro incipiente en el pulgar de la mano izquierda,
tiré de él con paciencia de artesano. El experimento funcionó, pues con cada
tirón conseguía ahondar hasta los estratos más íntimos. Al cabo de los tres
días me desprendí por completo de una corteza de veinte kilos, dejando al
descubierto hasta los rincones del alma.
Pero ahora que mi figura se aproxima a los cánones de
belleza que nos gobiernan, ahora que he accedido a un sacrificio de dolor,
ahora que he comprado el amor al precio de mi salud, me siento rechazado y
perseguido como un paria que asume el rol de una casta inferior.
Mi novia ya no quiere acercarse a mí porque ahora mi piel
resbala como la de un sapo y se ha cubierto de pústulas que supuran un humor verdoso
y pestilente. Tampoco puedo vestirme pues el contacto prolongado con cualquier
superficie me produce urticaria, fiebres y calcificación en las articulaciones,
motivo por el que ya me he habituado a dormir de pie. Es evidente que ya no
encajo en el mundo de los humanos puesto que ya no puedo pasar desapercibido ni
ejercer de persona, aunque mi nombre siga engrosando el censo de mi ciudad.
Afortunadamente hay una charca en la finca de mi novia, pequeña,
cenagosa y acogedora que voy a convertir en mi nuevo hogar. Así podré estar
cerca de ella porque en el fondo sé que aún me quiere.
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