viernes, 14 de septiembre de 2012
Un soplo de aire
El viento sacude a capricho las lonas que cubren las terrazas de los edificios. Mueve las hojas de los cañaverales y moldea paisajes en la arena de la playa, en un perpetuo devenir.
Aquel viento es el mismo que, siendo un niño, sintió por vez primera sobre su piel cuando bajó a la playa para ver en las barcas los peces recién sacados de las redes. Aún recuerda ese rumor constante del aire que acompaña a su lento caminar sobre la arena, al rugir de las olas en perfecta comunión con el viento, al olor a crudo, a sal, a vida y a mar. Se diría incluso que es el viento quien arrastra la sucesión de los días y las noches.
Por eso no puede huir de él. Sabe que ya forma parte de su alma.
Ahora se encuentra sentado sobre el poyete del paseo, de espaldas al mar. Esa mañana ha permanecido en tierra, no ha salido a faenar con los demás. Hace memoria: en 30 años de profesión sólo ha tenido que dejar su barca sobre la arena unos pocos días, quizá 25, puede que 30. Recuerda entonces la furia de ese temporal de levante de hace 10 años, o aquel día de primavera en que un enorme pez espada cayó entre sus redes, y que no pudiendo aguantar su fuerza descomunal, segó, al ceder, dos de sus dedos. O los días de angustia que siguieron a aquel en que un tío y tres de sus primos se adentraron una noche en la quietud de la niebla y se perdieron para no dejar de ellos más rastro que su recuerdo.
Sentado allí, repasa ahora estos y otros pasajes mientras sostiene entre sus manos ásperas de salitre un pedazo de papel. Aún no se cree lo que puede conseguir con él. Tantos años entregados al trabajo duro, poniendo en juego su vida, para sacar adelante la de los suyos, y tiene que ser un papel pequeño con unos números impresos lo que abrirá las puertas de un mundo nuevo.
Pero un soplo de aire levanta arena de la playa en pequeños remolinos y llegan hasta el hombre, que para protegerse abre las manos y cubre su cara. De un salto se pone en pie y abre los ojos esperando encontrar el papel. Pero ya es tarde, no sabe que el viento arrastra el boleto premiado a través de la playa. Ahora el boleto sube y baja las pequeñas dunas de arena, salta grácilmente las piedras, se aleja más y más, hasta ser engullido por las olas, perdiéndose entre la espuma del mar, y esfumándose también con él los sueños vanos de una vida regalada.
Al día siguiente volvería a la rutina de una vida que no tendría por qué cambiar después de 30 años entregado a ella.
Al día siguiente se levantaría a las cuatro, arrastraría su barca hasta la orilla, orientaría el timón mar adentro, echaría las redes y regresaría a casa.
Al día siguiente, seguiría soplando el viento.
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