lunes, 5 de junio de 2017

La isla del Fin de la Tierra


         La isla del fin de la tierra es una roca inhóspita perdida en mitad del océano, que sólo alcanzo a ver desde mi casa los días fríos de poniente. Sé que se avergüenza de su faz escamosa y poco atractiva y por eso se esconde entre la bruma los días de mar en calma y se camufla en un abrupto paisaje de olas los días de temporal. La isla del fin de la tierra sabe que es como el pus reseco que emana de un volcán reventado, o el aliviadero por donde la tierra expele los males de su fiebre. Tiene forma de M gótica, como una tijera que corta el sol por la mitad, justo cuando se pone durante la primera semana de septiembre. Otras veces parece una boca de atún, que emerge a la superficie, se come una mitad del sol, y deja la otra mitad para el postre (envuelta en plata), para que ilumine la noche a medio gas.
Es entonces cuando veo a la isla del fin de la tierra como una hucha que se traga al sol convertido en un doblón de oro, para enterrar el tesoro de un verano que toca a su fin. Y antes de que las nubes oculten su silueta hasta la primavera siguiente, me lanzo al mar desde la terraza de mi habitación respondiendo a la llamada de un botín legendario. Surco a nado, vadeando mareas y calamidades poseidónicas, la distancia que me separa de la isla, con esa ilusión imberbe de un Jim Hawking que abandona la posada del almirante Bembow por primera vez. Y llego al fin a las costas de la isla, con las fuerzas justas para tirarme en la arena y encajar en la rima asonante de mi viaje homérico.
            Pero una vez recuperado el sentido comprendo el significado de esa máxima que aconseja la inviolabilidad de los sueños. He recorrido el perímetro de la isla y he explorado su geografía abrupta y malsana, con esa decrepitud del que tiene la derrota moldeada en su rostro. Y es que ya sabía que la isla del fin de la tierra tenía en la aridez su razón de ser. Lo que me descorazonaba era la proporción oceánica de su fealdad y la constatación de no haber hallado un lenitivo que equilibrara su fachada.
            Ahora sé que la isla del fin de la tierra es un enorme queso Grouyere traspasado por una red de pasadizos que ha horadado el mismo diablo porque de sus infinitos respiraderos sólo emana el humor sulfuroso del averno. No he encontrado la entrada a la cueva de Alí Babá, ni las huellas de sus cuarenta ladrones. Tampoco el humo perenne que exuda la tierra era el anuncio de ningún genio huido de su lámpara. Ni tan siquiera he sentido el pálpito que yo mismo notaba desde mi casa con el ocaso de cada tarde, como un John Silver sediento de codicia, que ha enfilado La Hispaniola con un golpe de timón hacia la isla del tesoro.
            Sólo ahora sé que la isla del fin de la tierra es como un enorme barco fantasma que navega a la deriva al socaire de los vientos y las corrientes, mientras emite sus cantos de sirena para atrapar desde la lejanía a los incautos que buscan su momento de gloria en el Libro de los Héroes.
Un barco fantasma que se aleja de la costa cada vez más. Y sigue navegando, y sigue, y sigue…


viernes, 14 de abril de 2017

El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde


Como les sucede a muchas de las novelas clásicas del siglo XIX, “El extraño caso del Dr. Jeckill y Mr. Hyde” tiene su interés no sólo por lo impactante de la historia, para lo que supuso en la época, sino porque en el fondo indaga en la fascinación que provoca el mal en el ser humano. Dotada de un estilo detectivesco, cargada de misterio y atravesada de un ambiente casi gótico en las escenas culminantes, (propia de un romanticismo más bien primigenio que tardío), la novela trata de plantear el peligro de no poner límites a los avances científicos, en un mundo sumido en plena carrera hacia el conocimiento absoluto a través de la ciencia. Nada, por tanto, que no conozcamos, pues también en el siglo XXI cualquier descubrimiento en el mundo de la medicina o la ciencia lleva aparejado un debate moral que trata de poner un límite sobre lo que es aceptable o no. Pero uno no puede evitar una sonrisa escéptica sobre lo campanudos que algunos se muestran defendiendo unas posturas y otras, cuando lo cierto es que cada vez el límite de la permisividad se va colocando más lejos del hombre, hasta acercarnos a un sucedáneo de Dios de aquí a no muchos años. Pero, en fin, no nos desviemos por los cerros de Úbeda.

Formalmente, Robert L. Stevenson se sirve de tres formas narrativas para contar la historia. La voz omnisciente en tercera persona, que emplea en un 80% de la novela le sirve para narrar los misteriosos sucesos que acontecen en torno al Dr. Jeckill, su extraño comportamiento y la irrupción de un personaje, Mr. Hyde, que va a desconcertar a los amigos del doctor. Entre ellos está el abogado Utterson, a quien recurre el Dr. Jeckill para que haga cumplir su testamento, en el caso de que desaparezca, y en el que ordena pasar todas sus posesiones al señor Hyde. Es en esta parte de la novela en la que se desarrolla toda la trama detectivesca encaminada a descubrir la identidad de Mr. Hyde (que nadie conoce), la posible relación de este personaje con un horrible crimen y desentrañar al mismo tiempo los motivos que le han llevado a actuar así. Hacia el final de la novela Stevenson emplea el testimonio de dos personajes, por tanto escritos en primera persona. Uno de ellos, que actúa como testigo del desenlace de la novela. Y el otro testimonio es el escrito por el propio Dr. Jeckill, en el que lo confiesa todo y trata de justificar moralmente su comportamiento. De esta manera Stevenson eleva la historia con un impactante desenlace, y al mismo tiempo deja en el lector un poso de inquietud: el suspense de una novela detectivesca ha dado paso a un debate moral, que bulle en el lector después de terminada su lectura.

“El extraño caso del Dr. Jeckill y Mr. Hyde” es una historia que hay que procurar leer con ojos del siglo XIX. Porque debo confesar que no me ha resultado verosímil hasta el último capítulo. Me ha desconcertado el hecho de que ninguno de los personajes de la novela reconociera al Dr. Jeckill y a Mr. Hyde como la misma persona. Eso quizá es debido a que hemos aceptado las teorías del psicoanálisis, las hemos interiorizado, en el sentido de que una persona con doble personalidad no es capaz de reconocer los actos y el comportamiento de su otro yo.
En el caso de esta novela no ocurre así. Es decir, el Dr. Jeckill sabe quién es Mr. Hyde, por qué actúa de esa manera y lo que debe hacer para transformarse en él. En todo momento es consciente de esa transformación y de sus consecuencias. No debe extrañarnos, pues la novela fue escrita en 1887 y las teorías de Freud datan de varias décadas después. Existe por tanto una clara diferencia entre la tesis que pone sobre la mesa Robert L. Stevenson y la que desarrolla el doctor Sigmund Freud.

Pero yendo incluso más allá, lo que en realidad plantea Stevenson es la evidencia de que el mal existe. Hasta el siglo XIX el pensamiento dominante en el mundo occidental era ese, que la maldad es algo que existe, algo con lo que hay que convivir. Que incluso llega a fascinar por lo que supone de trasgresión, por la atracción de lo prohibido, porque llega a asociarse a la satisfacción de los instintos más primarios por encima de todo convencionalismo social que tendería a impedirlo… El mal, como fuente de inspiración de grandes novelas de la antigüedad. ¿Qué sería de la obra de Dante, o Goethe si el mal no existiera? ¿O qué decir de las “Narraciones extraordinarias” de Edgar A. Poe, o el “Frankenstein”, de Mary Shelley? ¿Y qué diríamos de los caminos que abrió Lovecraft en la literatura de terror a principios del siglo XX? En cambio, hoy día no está tan claro que la maldad sea algo comúnmente aceptado. Pues a medida que la ciencia avanza en el siglo XX en el conocimiento del cerebro humano y se determina la existencia de enfermedades mentales, se ha tendido a justificar cualquier comportamiento antisocial como un desajuste que puede ser tratado mediante terapia. Hoy día, un asesino no es una persona movida por la maldad, sino un enfermo, o incluso una persona normal, al que las circunstancias le han llevado a cometer el crimen. Es decir, hoy día es mucho más difícil sostener en el mundo científico que el mal existe. Cualquier científico que lo haga se arriesga a que no lo tomen en serio, se arriesga a perder su prestigio y a quedar arrumbado en el sótano de los carcas. Es algo que ha calado en la sociedad.

Por eso hay que desprenderse de los prejuicios (sí, prejuicios he dicho) que dominan estos tiempos y leer esta novela con ojos del siglo XIX, con los ojos con que la concibió Stevenson. Entonces la entenderemos mejor y podremos decir: “Sí, es un novelón”.

sábado, 18 de marzo de 2017

Conny Fobroess



Conny Fobroess nació en 1943. Su familia vivía en Berlín pero se trasladó a Brandemburgo para huir de los bombardeos durante la 2ª guerra mundial. Su padre era compositor y eso encaminó su vida hacia la música desde pequeña. Ya a los 7 años consiguió su primer éxito y a los 19 participó en el festival de eurovisión, donde logró el 6º puesto, con “Zwei kleine Italiener”. Su carrera se consolidó en 1963 con este divertido y colorido twist, “Lady Sunshine and Mr. Moon”. Pero a partir de aquí empezó a interesarse por la interpretación. De hecho, durante unos años compaginó ambas facetas hasta que en 1967 se casó con Hellmut Matiasek, un director teatral austríaco, que facilitó su dedicación exclusiva a su carrera de actriz. Una faceta en la que destacó y le ha permitido ganar varios premios de interpretación prestigiosos como el Ernest Lubitsch y el Golden Camera. Para el recuerdo quedarán momentos como este.

jueves, 5 de enero de 2017

Balance literario de 2016

Ahora que hemos dejado atrás el 2016, es tiempo de hacer balance del año. Lecturas, escrituras, felices descubrimientos y una actividad literaria que ha sido productiva en lo personal, pese a no dedicar a ello ni la mitad de mi tiempo libre. Ya me gustaría a mí emplearme en cuerpo y alma. Pero como decía aquél, lamentarse es de mediocres y solo lleva a la melancolía. Así que no insistiré por ese camino y empezaré por comentar las lecturas, o relecturas (más bien) de dos clásicos a los que es conveniente acudir de vez en cuando: “La metamorfosis”, de Kafka y “El extraño caso del Dr. Jekill y Mr. Hyde”, del maestro Stevenson, un relato policial de gran pulso narrativo que sienta las bases de lo que en el siglo XX se ha dado en llamar novela psicológica. Próximamente colgaré en el blog un comentario más detallado sobre esta novela. Otras lecturas me han hecho pasar buenos momentos, por ejemplo recurriendo a Paul Auster, que para mí suele ser un valor seguro, aunque no siempre, como me ocurrió hace algún tiempo con “El país de las últimas cosas”, vaya tortura, uf. En cambio, “El palacio de la luna” ha vuelto a reconciliarme con el universo interior de Auster y la literatura en mayúsculas: hay que ver qué artefacto narrativo el suyo, pleno de complejidad e imaginación. Y qué envidia poder escribir como lo hace él. También he ratificado con “Culpa” las buenas sensaciones que Ferdinand Von Schirac me dejó con “Crímenes”, su anterior entrega de relatos. Un tándem interesante el de estos dos libros, publicados por Salamandra, para aquel profano que quiera introducirse en los rudimentos de la narrativa corta. La novela de Noemí Trujillo, “Suzanne”, es otra de esas sorpresas que me ha deparado el año, en una época en la que los valores del sacrificio, la entrega al otro, la sinceridad o la redención por el daño infligido parecían ser cosa de otros tiempos. De todo ello nos habla Noemí con una honestidad brutal, que te hace pensar que aún es posible creer en el ser humano.


En el campo del género fantástico, el terror y la ciencia ficción no podía faltar alguna lectura del gran Domingo Santos, nuestro gran pope en España. En “Homenaje” reúne una colección de relatos que contiene a su vez en cada uno de ellos, un homenaje a esos autores que hoy se consideran como referencia mundial del género, y que también lo fueron para el propio Domingo cuando empezaba a escribir sus primeras historias allá por la década de los 60: Ray Bradbury, H.G Wells, Athur C. Clark, Alan Poe… No estaría mal que alguien escribiera por fin un libro en homenaje a Domingo Santos, que es lo que se merece desde hace tiempo. No voy aquí a dedicar espacio para los libros que no he disfrutado e incluso me han llegado a irritar, que los ha habido y muchos. Durante el verano encadené 5 ó 6 libros que me amargaron las vacaciones. Solo citaré en este apartado un libro de ensayos de Miguel A. Delgado, “Inventar en el desierto”, que habla sobre la vida de tres científicos españoles de principios del S.XX, hoy olvidados. A priori es una propuesta muy atractiva, pero qué decepcionante me resultó, sobre todo porque tengo la sensación de que el autor se ha dejado llevar por prejuicios y clichés fáciles sobre nuestra propia historia para juzgarla negativamente con los baremos éticos de hoy. Algo que sucede sistemáticamente con las películas y las series españolas. Si Julián Juderías levantara la cabeza, reescribiría “La leyenda negra” para quitarle culpas a franceses e ingleses y atribuirlas en su lugar a los propios españoles. Menos mal que Antonio Muñoz Molina vino al rescate con otro ensayo, “Todo lo que era sólido”, una obra de denuncia nacida al calor de la crisis económica y donde pone el dedo en la llaga de la crisis de valores previa que la ha originado. Una lectura que merecerá próximamente un comentario más extendido en el blog. Haruki Murakami es otro autor que he disfrutado con su delicioso relato “De qué hablo cuando hablo de correr”, un conjunto de reflexiones sobre su concepción de la vida y su experiencia en el deporte, que ha ido paralela a su vida literaria. Otra lectura muy recomendable relacionada con el atletismo es la biografía del corredor de fondo Emil Zatopek, “Correr”, escrita por Jean Echenoz. No se puede contar tanto con tan pocas páginas, ni hacerlo tan bien. Una delicia para los amantes de las biografías noveladas y de las historias con sabor a narración oral. Y me he reído, y mucho, con “Cactus”, la última novela de Rodrigo Muñoz Avia, casi tanto como con su anterior libro sobre psicólogos y psiquiatras. Solo por la hilarante escena del protagonista, con ese escritor sueco de novela negra y el jardinero indio, hacia el final de la novela, merece la pena su lectura. Es Rodrigo Muñoz Avia de un humor más contenido que Juan Aparicio Belmonte, un escritor de tramas desatadas, en ocasiones delirante, pero es justo reconocerlo como el mejor autor en su género en la actualidad. Si no me creen, léanse y ríanse a carcajadas con “Mala suerte” o “López, López”, y me darán la razón.


 Rodrigo, sin embargo, se ha decantado por un estilo más próximo a Eduardo Mendoza, reciente Premio Cervantes. Todavía hoy sigo teniendo sentimientos encontrados con la concesión del premio de este año. Siendo como es, decisión del gobierno de turno, no deja de tener una connotación política por mucho que pretendan ser imparciales. Además, eso de repartirlo en años alternos y como buenos hermanos, con escritores iberoamericanos, tiene su gracia. Pues denota un paternalismo que huele a naftalina y rebaja mucho el prestigio con el que pretende vestirse. No está la literatura que se hace en España para dar lecciones de nada a escritores de otras nacionalidades. Véase sin ir más lejos la vitalidad de la que goza el cuento y el microrrelato en países como Argentina, Méjico o Perú: ¿de verdad no nos sonrojamos todavía? Pero una vez sentada la injusticia de estas premisas, y dado que jamás le darán el premio a Juan Manuel de Prada por cuestiones ideológicas (sí, hay censura a estas alturas del S.XXI, créanselo), ni a Vicente Muñoz Puelles por el ninguneo de los críticos que cortan el bacalao (sigo insistiendo en que es uno de los mejores escritores españoles vivos), me alegro de que se lo concedan a Eduardo Mendoza, que me cae bien y ha escrito verdaderos  novelones como “La verdad sobre el caso Savolta” o “La ciudad de los prodigios”, y además ha conciliado humor y buena literatura… Para colmo, es un grano en el culo de los nacionalistas, ¿qué más se puede pedir?


El año 2016 empezó en lo personal con una gran noticia: le concedían a mi amigo Carlos del Pozo el premio de narrativa Rafael González Castell por una colección de relatos en los que aúna amor, nostalgia y muchas, muchas canciones, que son las verdaderas protagonistas. Pedazos de vida que llegarán al corazón de los lectores porque esas canciones de las que habla han formado parte de la educación sentimental de muchos de nosotros y forman parte indisoluble de cada uno. Me ilusiona enormemente compartir con él en nuestro historial literario este galardón, pues considero a Carlos del Pozo un muy buen escritor. No es ningún recién llegado: lleva 30 años escribiendo y ha publicado una decena de novelas o más, todas premiadas. Pero como otros escritores que conozco, lamentablemente estará condenado a concursar (y ganar) para que su obra tenga alguna visibilidad. Es lo que pasa cuando las editoriales se niegan a ver lo bueno que tienen delante. Desde este Desván de la Casa Usher le agradezco a Carlos que haya confiado en mí para revisar su manuscrito, (como si yo pudiera mejorarlo en algo), antes de que lo publiquen y lo presenten en Montijo dentro de dos meses. Suerte, querido amigo.

Ya para entonces estaré metido en plena lectura de manuscritos para el premio de novela “Mujer al Viento”, aunque por información que me ha llegado del ayuntamiento de Torrejón, este año se aplaza la convocatoria hasta el verano. Veremos… El año pasado por estas fechas me leí las 34 novelas a concurso. No todas, claro, pues como ocurre en todos los certámenes literarios, alrededor de un 30 por ciento de las obras se pueden descartar al leer las primeras 5 páginas sin temor a ser injusto. Y entre las novelas que pasan este primer corte, más o menos la mitad de ellas se quedan también en el camino cuando uno lee las primeras 50 páginas. Tampoco entonces peco de injusto. De modo que al final solo queda aproximadamente un 35 por ciento de entre todas las que se han presentado, con alguna posibilidad de ganar el premio. Esas son las novelas que me leo de principio a fin. Y llegados a este punto uno teme no ser justo del todo cuando opta por una obra en detrimento de otra. Y entonces empiezan las deliberaciones del jurado, votos a favor de una u otra, destacas los puntos fuertes, apuntas posibles defectos, exageras (ó no) las virtudes de la obra que has elegido… en definitiva, se vuelcan sobre la mesa las preferencias literarias personales de cada miembro del jurado, hasta llegar a un consenso (que casi nunca se alcanza), o se llega a un resultado democrático que más o menos satisface a la mayoría. Luego, una vez pasados los meses, y con las huellas que la lectura precipitada te ha dejado en el recuerdo, llegas a la conclusión de que efectivamente la novela premiada merecía serlo. La novela que premiamos este año fue “Transumere”, de Mª José López Magán. Pero hay ocasiones en que esperas que alguna de las novelas dolorosamente descartadas, no tarden en ver la luz en alguna editorial o consigan en otro certamen el galardón que se les resistió cuando estaba en tus manos concedérselo. 

Así me ha pasado por ejemplo con “Tú, tan lejos”, publicada hace unos meses en Playa de Ákaba, una novela que me encantó y que (ahora lo sé) resultó ser de Una Fingal. Aún espero que otra de las novelas que pudieron ganar siga su camino. De verdad lo espero… Y no diré su título para no estigmatizarla. Pero estoy pendiente de ella y en cuanto lo consiga, que no dudo de que así será, lo contaré el año que viene.

Apenas una semana después de entregado el premio “Mujer al Viento”, viajé el 23 de abril, día del libro, hasta Onda en Castellón para hacer la presentación de mi novela “El delta interior”, por haberse alzado con el premio que el Ateneo Cultural de Onda convoca cada año. Curiosamente era la primera vez que se abría la participación en la modalidad de narrativa, pues son más de 50 las ediciones del premio que se han dedicado a la poesía. 


Allí coincidí con Jose Luis García Herrera, gran y multipremiado poeta barcelonés, que ganó en la modalidad de poesía. Como suele ocurrir en los certámenes modestos (modestos por dotación, que no por solera, pues son 51 las ediciones que se han celebrado ya), nos agasajaron con una cercanía y un cariño dignos de reseñar. Después nos invitaron a cenar en el restaurante del Gran Hotel Toledo, cuyo jovencísimo chef, Javier Lozar, salió a recibir la ovación de los comensales a los postres. No era para menos. De verdad, si pasan por Onda y quieren comer bien, no lo duden y pásense por su restaurante.

Ha llegado la hora de desvelarles un pequeño secreto. Voy a contar un encuentro que tuve con una buena amiga a la vuelta del verano y que puede trastocar la prioridad de mis proyectos literarios en un futuro próximo. Dado que en 2016 ya no he aumentado mi producción cuentística, después de 15 años escribiendo cuentos, decidí a primeros de año seguir con la escritura de tres novelas que empecé hace tiempo y había dejado en barbecho, mínimamente esbozadas. Con los consejos que me dieron en la Escuela de Escritores de Madrid hace un par de años ordené las ideas que ya tenía, eliminé personajes, introduje otros, reorienté algunas tramas y desarrollé una planificación con cierto sentido que me tendría ocupado al menos 5 años (lo siento, no soy tan prolífico como me gustaría). Pero esta amiga de la que hablo (y que también conoce Carlos del Pozo) me citó en una cafetería de la Plaza de España en Madrid para hacerme una propuesta: escribir su historia, a partir de una anécdota en la que yo intervine a través de mi blog para dar un giro a su vida en un momento delicado. Me quedé estupefacto, pues yo desconocía ese detalle, así como el resto de su rica, extensa y curiosísima historia, relacionada con el mundo de la cultura y su vida sentimental. Me la contó en un par de horas, al calor de varios cafés, con una profusión de fechas, anécdotas y coincidencias azarosas que podrían dejar en pañales los vericuetos existenciales de Paul Auster… No le di una respuesta inmediata. Estuve durante varias semanas dándole vueltas a la cabeza sobre cómo podría contarlo: cuanto más duraba mi indecisión, más ideas surgían y mayor envergadura iba tomando el proyecto. La idea me apetece, y me apetece mucho, pero es un reto enorme por la complejidad de lo que he pensado y la cantidad de información que necesitaría recabar y de entrevistas a personas que se relacionaron con ella. No sé si estoy preparado para ello. Veremos en qué acaba todo esto...


Y ya para despedir el repaso a este 2016 voy a hacer un recuento de mi actividad en los concursos literarios de relato, que fue la manera más directa que encontré, cuando me iniciaba allá por el año 2000, para abrirme camino en el mundo de las letras. Pero como me dijo Juan Cánovas Ortega, excelente poeta y cuentista catalán y ganador de los premios de cuento más importantes durante los años 90, “uno debe ir cerrando esa etapa de concursante si quiere prosperar en el mundo editorial”. Era el año 2005 y habíamos coincidido en la entrega del premio de cuentos Ciudad de Mula, y yo (ese fue uno de los primeros galardones que gané) no entendí del todo a lo que se refería Juan. Luego el tiempo, ese juez implacable, fue situando ante mis ojos la realidad de los concursos y la poca relevancia (salvo raras excepciones) que le merece en general a las editoriales. Incluso he llegado a pensar que les provoca cierto recelo. Respeto (y mucho) a quien se dedica a concursar sin importarle reunir o no sus cuentos premiados en un libro. Hace falta tener mucha calidad y mayor tenacidad para mantener el nivel en el tiempo. Chapó, de verdad. Pero yo sí le concedo importancia a publicar los relatos en los que uno ha dedicado buena parte de su vida. Quizá sea una apreciación equivocada por mi parte, no sé, pero a veces tengo la sensación de haber estado perdiendo el tiempo escribiendo para concursar (una vez que ya he conseguido un puñado de premios), en lugar de desarrollarme y crecer literariamente, o enriquecerme con lecturas provechosas para ponerme horizontes de mayor envergadura. Ya estoy cansado de que la gente de mi entorno me lance siempre la misma pregunta cuando se entera de que he ganado otro premio de cuentos: “Bueno, eso está bien, pero la novela ¿para cuándo?” Y sí, esa es una realidad que hay que aceptar aunque nos duela. En España, el cuento es un género muy minoritario. El escritor de cuentos no goza de prestigio, salvo para el círculo en el que se mueve, que en general se limita a los concursos, a organizadores de talleres literarios y a algún editor con muchas papeletas para perder dinero en la aventura. Así que me he tomado este año como uno de los últimos para agotar los cartuchos que aún tengo sin gastar. He concursado más que ningún año y el resultado ha sido provechoso: Villa del Esgrafiado, Riópar, Villa de Medellín, San Esteban de Gormaz, Ana de Velasco, Fernando Ballesteros, además de haber sido finalista en el Carmen Martín Gaite, El Mundo Esférico, María Carreira o en el Villa de Mazarrón. Pero aunque suene a tópico o a falso (y no lo es en absoluto), me quedo por supuesto con los lugares que he visitado y la calidad de la gente que he conocido: Concha Fernández, Ernesto Tubía, Carlos de la Calle, Almudena de Arteaga, Jose Luis García Herrera, Amaia Villa…



Pero sin duda la mayor alegría me la he llevado el mes pasado en Guadalajara, al ser reconocida mi obra “Donde mueren los proscritos” con el premio Camilo José Cela de narrativa. Supone esta obra el mayor reto literario al que me he enfrentado, el más largo y trabajoso. Y también el más satisfactorio, a pesar de que ya pensaba que tanto esfuerzo iba a estar condenado a permanecer oculto para siempre en la oscuridad de un cajón. Fueron tres años intensos de trabajo y otros siete más intentando que alguna editorial o agencia literaria apostara por ella. Por fin lo logré, aunque ha tenido que ser otra vez a través de un premio, lo que no deja de provocarme cierto desaliento.

Parece ser mi sino y mi condena. Habrá que aceptar la realidad. Mientras tanto seguiré leyendo y escribiendo, que al final es lo que realmente importa y llena mi vida.


domingo, 4 de diciembre de 2016

La sangre y el ámbar


En la obra de todo gran escritor suele haber uno o varios títulos dedicados a la literatura llamada “de viajes”. Supongo que es una especie de examen de calidad, que aprueba todo aquel que tenga bien abiertos los sentidos a todo aquello que le rodea y sepa aunar en un texto las experiencias, los sentimientos, las descripciones del lugar y la exposición de los hechos históricos más significativos o los menos conocidos, para dejar por escrito un viaje a lo desconocido y a la vez una aventura que tienda al enriquecimiento interior del escritor, pues de eso se trata en última instancia. Si dejamos a un lado a esos escritores que han hecho del viaje su forma de vida y así lo han reflejado en sus obras (estoy pensando en Paul Theroux, Rychard Kapucinski, Bruce Chatwin, Paul Bowles, o en España, escritores como Javier Reverte, Fernando Sánchez Dragó o Jesús Torbado), lo que se nos podría ofrecer a estas alturas del siglo XXI ya no es el hambre de conocimiento de culturas lejanas, como hacían estos autores y otros muchos en siglos precedentes, algo que carece de mucho sentido en un mundo globalizado donde casi ya no queda región por explorar. Ahora la literatura de viajes para un escritor “no viajero” tiene sentido si mantiene vivo el espíritu con que nació la literatura en los tiempos remotos de Homero. Es decir, si se mantiene el vínculo entre el viaje y la aventura con la narración oral (como ocurrió en sus inicios) o con la narración escrita, como se ha hecho desde Heródoto.

Y en este sentido es como entiendo el libro “La sangre y el ámbar”, de David Torres, un autor, por cierto, que es gran amante y conocedor de la cultura griega clásica. El país escogido para esta narración viajera es Polonia, que para David ha tenido siempre un cierto encanto por su agitada historia, por el carácter de su gente, tan diferente del alma mediterránea, pues como suele decirse, en los polos opuestos se encuentra también la atracción. Pero sobre todo le ha movido el conocimiento como parte de la aventura, de la búsqueda de una cultura en su más amplio sentido. Un viaje a sus orígenes, en cierto modo, si entendemos como tal la búsqueda de sus referentes literarios o musicales, en las figuras de los escritores Stanislaw Lem o Joseph Conrad. David Torres también es gran amante y entendido en música clásica. Y no podía faltar tampoco al encuentro de  Chopin o Pendercki, e incluso hacer una visita al compositor Karol Szymanowski.

Pero incluso, puestos a encontrar otros vínculos sentimentales con Polonia, David Torres los encuentra también en el alpinismo, deporte del que es aficionado y que ha servido de base para la escritura de algunos de sus primeros libros, como “Nanga Parbat” o “Los huesos de Mallory”. Con un sentimiento contenido nos cuenta las gestas de Jerzy Kukuczka y de Wanda Rutkiewicz, la primera mujer en ascender las grandes cotas del Himalaya y que encontró en esas montañas un final trágico y poético a la vez.    
“La sangre y el ámbar” no podía haber visto la luz sin la inestimable ayuda de Aska, una bella polaca que hizo de guía e intérprete durante el viaje y que acompañó a David por todo el país. Con un lenguaje cercano al lector y un estilo que invita a la complicidad, David se sirve de anécdotas divertidas, a veces grotescas, para hablarnos de los caracteres de las gentes polacas, por lo general agrios y grises, como descendientes del funcionario soviético que todavía parece estar presente como una sombra, y que choca con la forma de ver las cosas que tiene David. Tampoco podía faltar el vodka y hasta un pequeño estudio del bigote polaco.

Pero también en su viaje por Polonia, David Torres hace un recorrido por la historia del país, llena de asesinatos y sangre, (no podía faltar una visita a los campos de concentración nazi de Auschwitz y Treblinka). Una historia en permanente amenaza de exterminio por sus vecinos alemanes y rusos, que siempre vieron en las grandes llanuras polacas una tierra natural por donde extender sus dominios. Destaca también la importancia de las figuras de Lech Walesa y Juan Pablo II, por los momentos históricos que supieron encabezar. Aunque es un empuje, el del pueblo polaco, que para David parece haber perdido fuelle frente a la gran vitalidad que demostró tener durante los últimos años del comunismo, apenas veinte años antes de su viaje. Y este detalle le lleva a un cierto desencanto.
Y no quisiera terminar sin hacer referencia a la bellísima metáfora del pueblo polaco que David representa en la estampa del bisonte europeo, un animal milenario, ancestral, que aún permanece sobreviviendo al tiempo y a las circunstancias adversas propiciadas por el hombre y el clima.

En definitiva, un libro de viajes, “La sangre y el ámbar” escrito con mucho sentimiento y sin alharacas, y con una claridad expositiva que es de agradecer, muy alejado de ese estilo un tanto pesado y artificioso que caracterizó algunos de sus primeros libros, como “Donde no irán los navegantes” o “El gran silencio”, obras que situaron a David en el mundo literario a principios de la pasada década. Con “La sangre y el ámbar”, escrito en 2007, y con su carrera ya consolidada, David no necesitaba demostrarnos que es capaz de escribir bien. Eso que ganamos sus lectores.


martes, 15 de noviembre de 2016

Diego Sánchez Aguilar gana el Premio Setenil 2016


Hace dos semanas se falló el premio Setenil 2016. El ganador ha sido Diego Sánchez Aguilar por su libro "Nuevas teorías sobre el orgasmo femenino", editado por la editorial Balduque. Cabe reseñar que este es su primer libro de cuentos publicado, si bien ha ganado varios premios de relato y seleccionado en varias antologías de narrativa. Es decir, lleva años cultivando el género. Pero no es nada habitual llegar y besar el santo con una primera obra. Algo debe tener esta colección de siete relatos para llamar la atención del jurado, presidido nada menos que por Eloy Tizón, de entre los 81 libros que se habían presentado a la edición de este año.

En "Nuevas teorías sobre el orgasmo femenino", el autor indaga en las costumbres sexuales de unos personajes que habitan un mundo donde el sexo no resulta ser como la publicidad o la pornografía nos dijeron que era. Desde concepciones tan distintas de la vida, coinciden en este aspecto Diego Sánchez Aguilar y Juan Manuel de Prada, tan denostado por el pensamiento "progre" dominante por denunciar que la pornografía es la droga que mantiene esclavizada a una sociedad occidental hedonista y sin pulso vital. El dedo en la llaga molesta mucho. Pues ya saben lo que toca.

Enhorabuena, Diego. Le echaremos un ojo a tus "Nuevas teorías sobre el orgasmo femenino". Pinta bien.



martes, 18 de octubre de 2016

Susan Maughan



Nacida en Inglaterra en 1938 empezó en la música al responder un anuncio en una revista musical en el que pedían una vocalista para la banda de Ronnie Hancox. Años después, en 1961, se trasladó a Londres para probar suerte como cantante en solitario. Firmó con Philips, que le ofreció varios singles hasta que consiguió su mayor éxito en 1962 con “Bobby’s girl”, llegando al nº 3 de la lista británica. Fue una canción escrita por Marcie Blane en Estados Unidos, pero que ella se encargó de popularizar en el Reino Unido. Esa fue su cima. Después vinieron otros singles, muchas “caras B” y algunas apariciones en películas y series. Su popularidad le dio para participar en la película musical “Pop Gear”, de 1965, con The Beatles, Herman’s Hermits, Matt Monro, Billie Davis (de quien ya hemos hablado aquí), The Animals… Pero su estrella fue apagándose poco a poco (como le pasó a tantas otras) hasta quedarse anclada en los 60. Nos quedan algunas canciones, como este “Hey lover”, de 1964, que no está nada (pero nada) mal.