La isla del fin de
la tierra es una roca inhóspita perdida en mitad del océano, que sólo alcanzo a
ver desde mi casa los días fríos de poniente. Sé que se avergüenza de su faz escamosa
y poco atractiva y por eso se esconde entre la bruma los días de mar en calma y
se camufla en un abrupto paisaje de olas los días de temporal. La isla del fin de
la tierra sabe que es como el pus reseco que emana de un volcán reventado, o el
aliviadero por donde la tierra expele los males de su fiebre. Tiene forma de M gótica,
como una tijera que corta el sol por la mitad, justo cuando se pone durante la primera
semana de septiembre. Otras veces parece una boca de atún, que emerge a la superficie,
se come una mitad del sol, y deja la otra mitad para el postre (envuelta en plata),
para que ilumine la noche a medio gas.
Es entonces cuando veo a la isla del fin de la tierra como una hucha que se
traga al sol convertido en un doblón de oro, para enterrar el tesoro de un verano
que toca a su fin. Y antes de que las nubes oculten su silueta hasta la primavera
siguiente, me lanzo al mar desde la terraza de mi habitación respondiendo a la llamada
de un botín legendario. Surco a nado, vadeando mareas y calamidades poseidónicas,
la distancia que me separa de la isla, con esa ilusión imberbe de un Jim Hawking
que abandona la posada del almirante Bembow por primera vez. Y llego al fin a las
costas de la isla, con las fuerzas justas para tirarme en la arena y encajar en
la rima asonante de mi viaje homérico.
Pero una vez recuperado el sentido comprendo
el significado de esa máxima que aconseja la inviolabilidad de los sueños. He recorrido
el perímetro de la isla y he explorado su geografía abrupta y malsana, con esa decrepitud
del que tiene la derrota moldeada en su rostro. Y es que ya sabía que la isla del
fin de la tierra tenía en la aridez su razón de ser. Lo que me descorazonaba era
la proporción oceánica de su fealdad y la constatación de no haber hallado un lenitivo
que equilibrara su fachada.
Ahora sé que la isla del fin de la tierra
es un enorme queso Grouyere traspasado
por una red de pasadizos que ha horadado el mismo diablo porque de sus infinitos
respiraderos sólo emana el humor sulfuroso del averno. No he encontrado la entrada
a la cueva de Alí Babá, ni las huellas de sus cuarenta ladrones. Tampoco el humo
perenne que exuda la tierra era el anuncio de ningún genio huido de su lámpara.
Ni tan siquiera he sentido el pálpito que yo mismo notaba desde mi casa con el ocaso
de cada tarde, como un John Silver sediento de codicia, que ha enfilado La Hispaniola
con un golpe de timón hacia la isla del tesoro.
Sólo ahora sé que la isla del fin de
la tierra es como un enorme barco fantasma que navega a la deriva al socaire de
los vientos y las corrientes, mientras emite sus cantos de sirena para atrapar
desde la lejanía a los incautos que buscan su momento de gloria en el Libro de
los Héroes.
Un barco fantasma que se aleja de la costa cada vez más. Y sigue navegando,
y sigue, y sigue…
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