Como les sucede a muchas de las novelas clásicas del siglo
XIX, “El extraño caso del Dr. Jeckill y
Mr. Hyde” tiene su interés no sólo por lo impactante de la historia, para
lo que supuso en la época, sino porque en el fondo indaga en la fascinación que
provoca el mal en el ser humano. Dotada de un estilo detectivesco, cargada de
misterio y atravesada de un ambiente casi gótico en las escenas culminantes, (propia
de un romanticismo más bien primigenio que tardío), la novela trata de plantear
el peligro de no poner límites a los avances científicos, en un mundo sumido en
plena carrera hacia el conocimiento absoluto a través de la ciencia. Nada, por
tanto, que no conozcamos, pues también en el siglo XXI cualquier descubrimiento
en el mundo de la medicina o la ciencia lleva aparejado un debate moral que
trata de poner un límite sobre lo que es aceptable o no. Pero uno no puede evitar
una sonrisa escéptica sobre lo campanudos que algunos se muestran defendiendo
unas posturas y otras, cuando lo cierto es que cada vez el límite de la
permisividad se va colocando más lejos del hombre, hasta acercarnos a un
sucedáneo de Dios de aquí a no muchos años. Pero, en fin, no nos desviemos por
los cerros de Úbeda.
Formalmente, Robert L.
Stevenson se sirve de tres formas narrativas para contar la historia. La
voz omnisciente en tercera persona, que emplea en un 80% de la novela le sirve
para narrar los misteriosos sucesos que acontecen en torno al Dr. Jeckill, su
extraño comportamiento y la irrupción de un personaje, Mr. Hyde, que va a
desconcertar a los amigos del doctor. Entre ellos está el abogado Utterson, a
quien recurre el Dr. Jeckill para que haga cumplir su testamento, en el caso de
que desaparezca, y en el que ordena pasar todas sus posesiones al señor Hyde.
Es en esta parte de la novela en la que se desarrolla toda la trama
detectivesca encaminada a descubrir la identidad de Mr. Hyde (que nadie
conoce), la posible relación de este personaje con un horrible crimen y
desentrañar al mismo tiempo los motivos que le han llevado a actuar así. Hacia
el final de la novela Stevenson emplea
el testimonio de dos personajes, por tanto escritos en primera persona. Uno de
ellos, que actúa como testigo del desenlace de la novela. Y el otro testimonio
es el escrito por el propio Dr. Jeckill, en el que lo confiesa todo y trata de
justificar moralmente su comportamiento. De esta manera Stevenson eleva la historia con un impactante desenlace, y al mismo
tiempo deja en el lector un poso de inquietud: el suspense de una novela
detectivesca ha dado paso a un debate moral, que bulle en el lector después de
terminada su lectura.
“El extraño caso del
Dr. Jeckill y Mr. Hyde” es una historia que hay que procurar leer con ojos
del siglo XIX. Porque debo confesar que no me ha resultado verosímil hasta el
último capítulo. Me ha desconcertado el hecho de que ninguno de los personajes
de la novela reconociera al Dr. Jeckill y a Mr. Hyde como la misma persona. Eso
quizá es debido a que hemos aceptado las teorías del psicoanálisis, las hemos
interiorizado, en el sentido de que una persona con doble personalidad no es
capaz de reconocer los actos y el comportamiento de su otro yo.
En el caso de esta novela no ocurre así. Es decir, el Dr.
Jeckill sabe quién es Mr. Hyde, por qué actúa de esa manera y lo que debe hacer
para transformarse en él. En todo momento es consciente de esa transformación y
de sus consecuencias. No debe extrañarnos, pues la novela fue escrita en 1887 y
las teorías de Freud datan de varias décadas después. Existe por tanto una
clara diferencia entre la tesis que pone sobre la mesa Robert L. Stevenson y la que desarrolla el doctor Sigmund Freud.
Pero yendo incluso más allá, lo que en realidad plantea Stevenson es la evidencia de que el mal
existe. Hasta el siglo XIX el pensamiento dominante en el mundo occidental era
ese, que la maldad es algo que existe, algo con lo que hay que convivir. Que
incluso llega a fascinar por lo que supone de trasgresión, por la atracción de
lo prohibido, porque llega a asociarse a la satisfacción de los instintos más
primarios por encima de todo convencionalismo social que tendería a impedirlo…
El mal, como fuente de inspiración de grandes novelas de la antigüedad. ¿Qué
sería de la obra de Dante, o Goethe si el mal no existiera? ¿O qué
decir de las “Narraciones
extraordinarias” de Edgar A. Poe,
o el “Frankenstein”, de Mary Shelley? ¿Y qué diríamos de los
caminos que abrió Lovecraft en la
literatura de terror a principios del siglo XX? En cambio, hoy día no está tan
claro que la maldad sea algo comúnmente aceptado. Pues a medida que la ciencia avanza
en el siglo XX en el conocimiento del cerebro humano y se determina la existencia
de enfermedades mentales, se ha tendido a justificar cualquier comportamiento antisocial
como un desajuste que puede ser tratado mediante terapia. Hoy día, un asesino
no es una persona movida por la maldad, sino un enfermo, o incluso una persona
normal, al que las circunstancias le han llevado a cometer el crimen. Es decir,
hoy día es mucho más difícil sostener en el mundo científico que el mal existe.
Cualquier científico que lo haga se arriesga a que no lo tomen en serio, se
arriesga a perder su prestigio y a quedar arrumbado en el sótano de los carcas.
Es algo que ha calado en la sociedad.
Por eso hay que desprenderse de los prejuicios (sí,
prejuicios he dicho) que dominan estos tiempos y leer esta novela con ojos del
siglo XIX, con los ojos con que la concibió Stevenson. Entonces la entenderemos mejor y podremos decir: “Sí, es
un novelón”.
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