En
la obra de todo gran escritor suele haber uno o varios títulos dedicados a la
literatura llamada “de viajes”. Supongo que es una especie de examen de
calidad, que aprueba todo aquel que tenga bien abiertos los sentidos a todo
aquello que le rodea y sepa aunar en un texto las experiencias, los
sentimientos, las descripciones del lugar y la exposición de los hechos
históricos más significativos o los menos conocidos, para dejar por escrito un
viaje a lo desconocido y a la vez una aventura que tienda al enriquecimiento
interior del escritor, pues de eso se trata en última instancia. Si dejamos a
un lado a esos escritores que han hecho del viaje su forma de vida y así lo han
reflejado en sus obras (estoy pensando en Paul
Theroux, Rychard Kapucinski, Bruce Chatwin, Paul Bowles, o en España,
escritores como Javier Reverte, Fernando
Sánchez Dragó o Jesús Torbado),
lo que se nos podría ofrecer a estas alturas del siglo XXI ya no es el hambre
de conocimiento de culturas lejanas, como hacían estos autores y otros muchos
en siglos precedentes, algo que carece de mucho sentido en un mundo globalizado
donde casi ya no queda región por explorar. Ahora la literatura de viajes para
un escritor “no viajero” tiene sentido si mantiene vivo el espíritu con que
nació la literatura en los tiempos remotos de Homero. Es decir, si se mantiene el vínculo entre el viaje y la
aventura con la narración oral (como ocurrió en sus inicios) o con la narración
escrita, como se ha hecho desde Heródoto.
Y
en este sentido es como entiendo el libro “La
sangre y el ámbar”, de David Torres,
un autor, por cierto, que es gran amante y conocedor de la cultura griega
clásica. El país escogido para esta narración viajera es Polonia, que para
David ha tenido siempre un cierto encanto por su agitada historia, por el
carácter de su gente, tan diferente del alma mediterránea, pues como suele
decirse, en los polos opuestos se encuentra también la atracción. Pero sobre
todo le ha movido el conocimiento como parte de la aventura, de la búsqueda de
una cultura en su más amplio sentido. Un viaje a sus orígenes, en cierto modo,
si entendemos como tal la búsqueda de sus referentes literarios o musicales, en
las figuras de los escritores Stanislaw
Lem o Joseph Conrad. David Torres también es gran amante y
entendido en música clásica. Y no podía faltar tampoco al encuentro de Chopin o Pendercki, e incluso hacer una visita
al compositor Karol Szymanowski.
Pero
incluso, puestos a encontrar otros vínculos sentimentales con Polonia, David Torres los encuentra también en
el alpinismo, deporte del que es aficionado y que ha servido de base para la
escritura de algunos de sus primeros libros, como “Nanga Parbat” o “Los huesos
de Mallory”. Con un sentimiento contenido nos cuenta las gestas de Jerzy
Kukuczka y de Wanda Rutkiewicz, la primera mujer en ascender las grandes cotas
del Himalaya y que encontró en esas montañas un final trágico y poético a la
vez.
“La sangre y el ámbar” no podía haber visto la luz sin la
inestimable ayuda de Aska, una bella polaca que hizo de guía e intérprete durante
el viaje y que acompañó a David por todo el país. Con un lenguaje cercano al
lector y un estilo que invita a la complicidad, David se sirve de anécdotas
divertidas, a veces grotescas, para hablarnos de los caracteres de las gentes
polacas, por lo general agrios y grises, como descendientes del funcionario
soviético que todavía parece estar presente como una sombra, y que choca con la
forma de ver las cosas que tiene David. Tampoco podía faltar el vodka y hasta
un pequeño estudio del bigote polaco.
Pero
también en su viaje por Polonia, David
Torres hace un recorrido por la historia del país, llena de asesinatos y
sangre, (no podía faltar una visita a los campos de concentración nazi de
Auschwitz y Treblinka). Una historia en permanente amenaza de exterminio por
sus vecinos alemanes y rusos, que siempre vieron en las grandes llanuras
polacas una tierra natural por donde extender sus dominios. Destaca también la
importancia de las figuras de Lech Walesa y Juan Pablo II, por los momentos
históricos que supieron encabezar. Aunque es un empuje, el del pueblo polaco, que
para David parece haber perdido fuelle frente a la gran vitalidad que demostró
tener durante los últimos años del comunismo, apenas veinte años antes de su
viaje. Y este detalle le lleva a un cierto desencanto.
Y
no quisiera terminar sin hacer referencia a la bellísima metáfora del pueblo
polaco que David representa en la estampa del bisonte europeo, un animal
milenario, ancestral, que aún permanece sobreviviendo al tiempo y a las
circunstancias adversas propiciadas por el hombre y el clima.
En
definitiva, un libro de viajes, “La
sangre y el ámbar” escrito con mucho sentimiento y sin alharacas, y con una
claridad expositiva que es de agradecer, muy alejado de ese estilo un tanto
pesado y artificioso que caracterizó algunos de sus primeros libros, como “Donde no irán los navegantes” o “El gran silencio”, obras que situaron a
David en el mundo literario a principios de la pasada década. Con “La sangre y el ámbar”, escrito en 2007,
y con su carrera ya consolidada, David no necesitaba demostrarnos que es capaz
de escribir bien. Eso que ganamos sus lectores.
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