jueves, 5 de enero de 2017

Balance literario de 2016

Ahora que hemos dejado atrás el 2016, es tiempo de hacer balance del año. Lecturas, escrituras, felices descubrimientos y una actividad literaria que ha sido productiva en lo personal, pese a no dedicar a ello ni la mitad de mi tiempo libre. Ya me gustaría a mí emplearme en cuerpo y alma. Pero como decía aquél, lamentarse es de mediocres y solo lleva a la melancolía. Así que no insistiré por ese camino y empezaré por comentar las lecturas, o relecturas (más bien) de dos clásicos a los que es conveniente acudir de vez en cuando: “La metamorfosis”, de Kafka y “El extraño caso del Dr. Jekill y Mr. Hyde”, del maestro Stevenson, un relato policial de gran pulso narrativo que sienta las bases de lo que en el siglo XX se ha dado en llamar novela psicológica. Próximamente colgaré en el blog un comentario más detallado sobre esta novela. Otras lecturas me han hecho pasar buenos momentos, por ejemplo recurriendo a Paul Auster, que para mí suele ser un valor seguro, aunque no siempre, como me ocurrió hace algún tiempo con “El país de las últimas cosas”, vaya tortura, uf. En cambio, “El palacio de la luna” ha vuelto a reconciliarme con el universo interior de Auster y la literatura en mayúsculas: hay que ver qué artefacto narrativo el suyo, pleno de complejidad e imaginación. Y qué envidia poder escribir como lo hace él. También he ratificado con “Culpa” las buenas sensaciones que Ferdinand Von Schirac me dejó con “Crímenes”, su anterior entrega de relatos. Un tándem interesante el de estos dos libros, publicados por Salamandra, para aquel profano que quiera introducirse en los rudimentos de la narrativa corta. La novela de Noemí Trujillo, “Suzanne”, es otra de esas sorpresas que me ha deparado el año, en una época en la que los valores del sacrificio, la entrega al otro, la sinceridad o la redención por el daño infligido parecían ser cosa de otros tiempos. De todo ello nos habla Noemí con una honestidad brutal, que te hace pensar que aún es posible creer en el ser humano.


En el campo del género fantástico, el terror y la ciencia ficción no podía faltar alguna lectura del gran Domingo Santos, nuestro gran pope en España. En “Homenaje” reúne una colección de relatos que contiene a su vez en cada uno de ellos, un homenaje a esos autores que hoy se consideran como referencia mundial del género, y que también lo fueron para el propio Domingo cuando empezaba a escribir sus primeras historias allá por la década de los 60: Ray Bradbury, H.G Wells, Athur C. Clark, Alan Poe… No estaría mal que alguien escribiera por fin un libro en homenaje a Domingo Santos, que es lo que se merece desde hace tiempo. No voy aquí a dedicar espacio para los libros que no he disfrutado e incluso me han llegado a irritar, que los ha habido y muchos. Durante el verano encadené 5 ó 6 libros que me amargaron las vacaciones. Solo citaré en este apartado un libro de ensayos de Miguel A. Delgado, “Inventar en el desierto”, que habla sobre la vida de tres científicos españoles de principios del S.XX, hoy olvidados. A priori es una propuesta muy atractiva, pero qué decepcionante me resultó, sobre todo porque tengo la sensación de que el autor se ha dejado llevar por prejuicios y clichés fáciles sobre nuestra propia historia para juzgarla negativamente con los baremos éticos de hoy. Algo que sucede sistemáticamente con las películas y las series españolas. Si Julián Juderías levantara la cabeza, reescribiría “La leyenda negra” para quitarle culpas a franceses e ingleses y atribuirlas en su lugar a los propios españoles. Menos mal que Antonio Muñoz Molina vino al rescate con otro ensayo, “Todo lo que era sólido”, una obra de denuncia nacida al calor de la crisis económica y donde pone el dedo en la llaga de la crisis de valores previa que la ha originado. Una lectura que merecerá próximamente un comentario más extendido en el blog. Haruki Murakami es otro autor que he disfrutado con su delicioso relato “De qué hablo cuando hablo de correr”, un conjunto de reflexiones sobre su concepción de la vida y su experiencia en el deporte, que ha ido paralela a su vida literaria. Otra lectura muy recomendable relacionada con el atletismo es la biografía del corredor de fondo Emil Zatopek, “Correr”, escrita por Jean Echenoz. No se puede contar tanto con tan pocas páginas, ni hacerlo tan bien. Una delicia para los amantes de las biografías noveladas y de las historias con sabor a narración oral. Y me he reído, y mucho, con “Cactus”, la última novela de Rodrigo Muñoz Avia, casi tanto como con su anterior libro sobre psicólogos y psiquiatras. Solo por la hilarante escena del protagonista, con ese escritor sueco de novela negra y el jardinero indio, hacia el final de la novela, merece la pena su lectura. Es Rodrigo Muñoz Avia de un humor más contenido que Juan Aparicio Belmonte, un escritor de tramas desatadas, en ocasiones delirante, pero es justo reconocerlo como el mejor autor en su género en la actualidad. Si no me creen, léanse y ríanse a carcajadas con “Mala suerte” o “López, López”, y me darán la razón.


 Rodrigo, sin embargo, se ha decantado por un estilo más próximo a Eduardo Mendoza, reciente Premio Cervantes. Todavía hoy sigo teniendo sentimientos encontrados con la concesión del premio de este año. Siendo como es, decisión del gobierno de turno, no deja de tener una connotación política por mucho que pretendan ser imparciales. Además, eso de repartirlo en años alternos y como buenos hermanos, con escritores iberoamericanos, tiene su gracia. Pues denota un paternalismo que huele a naftalina y rebaja mucho el prestigio con el que pretende vestirse. No está la literatura que se hace en España para dar lecciones de nada a escritores de otras nacionalidades. Véase sin ir más lejos la vitalidad de la que goza el cuento y el microrrelato en países como Argentina, Méjico o Perú: ¿de verdad no nos sonrojamos todavía? Pero una vez sentada la injusticia de estas premisas, y dado que jamás le darán el premio a Juan Manuel de Prada por cuestiones ideológicas (sí, hay censura a estas alturas del S.XXI, créanselo), ni a Vicente Muñoz Puelles por el ninguneo de los críticos que cortan el bacalao (sigo insistiendo en que es uno de los mejores escritores españoles vivos), me alegro de que se lo concedan a Eduardo Mendoza, que me cae bien y ha escrito verdaderos  novelones como “La verdad sobre el caso Savolta” o “La ciudad de los prodigios”, y además ha conciliado humor y buena literatura… Para colmo, es un grano en el culo de los nacionalistas, ¿qué más se puede pedir?


El año 2016 empezó en lo personal con una gran noticia: le concedían a mi amigo Carlos del Pozo el premio de narrativa Rafael González Castell por una colección de relatos en los que aúna amor, nostalgia y muchas, muchas canciones, que son las verdaderas protagonistas. Pedazos de vida que llegarán al corazón de los lectores porque esas canciones de las que habla han formado parte de la educación sentimental de muchos de nosotros y forman parte indisoluble de cada uno. Me ilusiona enormemente compartir con él en nuestro historial literario este galardón, pues considero a Carlos del Pozo un muy buen escritor. No es ningún recién llegado: lleva 30 años escribiendo y ha publicado una decena de novelas o más, todas premiadas. Pero como otros escritores que conozco, lamentablemente estará condenado a concursar (y ganar) para que su obra tenga alguna visibilidad. Es lo que pasa cuando las editoriales se niegan a ver lo bueno que tienen delante. Desde este Desván de la Casa Usher le agradezco a Carlos que haya confiado en mí para revisar su manuscrito, (como si yo pudiera mejorarlo en algo), antes de que lo publiquen y lo presenten en Montijo dentro de dos meses. Suerte, querido amigo.

Ya para entonces estaré metido en plena lectura de manuscritos para el premio de novela “Mujer al Viento”, aunque por información que me ha llegado del ayuntamiento de Torrejón, este año se aplaza la convocatoria hasta el verano. Veremos… El año pasado por estas fechas me leí las 34 novelas a concurso. No todas, claro, pues como ocurre en todos los certámenes literarios, alrededor de un 30 por ciento de las obras se pueden descartar al leer las primeras 5 páginas sin temor a ser injusto. Y entre las novelas que pasan este primer corte, más o menos la mitad de ellas se quedan también en el camino cuando uno lee las primeras 50 páginas. Tampoco entonces peco de injusto. De modo que al final solo queda aproximadamente un 35 por ciento de entre todas las que se han presentado, con alguna posibilidad de ganar el premio. Esas son las novelas que me leo de principio a fin. Y llegados a este punto uno teme no ser justo del todo cuando opta por una obra en detrimento de otra. Y entonces empiezan las deliberaciones del jurado, votos a favor de una u otra, destacas los puntos fuertes, apuntas posibles defectos, exageras (ó no) las virtudes de la obra que has elegido… en definitiva, se vuelcan sobre la mesa las preferencias literarias personales de cada miembro del jurado, hasta llegar a un consenso (que casi nunca se alcanza), o se llega a un resultado democrático que más o menos satisface a la mayoría. Luego, una vez pasados los meses, y con las huellas que la lectura precipitada te ha dejado en el recuerdo, llegas a la conclusión de que efectivamente la novela premiada merecía serlo. La novela que premiamos este año fue “Transumere”, de Mª José López Magán. Pero hay ocasiones en que esperas que alguna de las novelas dolorosamente descartadas, no tarden en ver la luz en alguna editorial o consigan en otro certamen el galardón que se les resistió cuando estaba en tus manos concedérselo. 

Así me ha pasado por ejemplo con “Tú, tan lejos”, publicada hace unos meses en Playa de Ákaba, una novela que me encantó y que (ahora lo sé) resultó ser de Una Fingal. Aún espero que otra de las novelas que pudieron ganar siga su camino. De verdad lo espero… Y no diré su título para no estigmatizarla. Pero estoy pendiente de ella y en cuanto lo consiga, que no dudo de que así será, lo contaré el año que viene.

Apenas una semana después de entregado el premio “Mujer al Viento”, viajé el 23 de abril, día del libro, hasta Onda en Castellón para hacer la presentación de mi novela “El delta interior”, por haberse alzado con el premio que el Ateneo Cultural de Onda convoca cada año. Curiosamente era la primera vez que se abría la participación en la modalidad de narrativa, pues son más de 50 las ediciones del premio que se han dedicado a la poesía. 


Allí coincidí con Jose Luis García Herrera, gran y multipremiado poeta barcelonés, que ganó en la modalidad de poesía. Como suele ocurrir en los certámenes modestos (modestos por dotación, que no por solera, pues son 51 las ediciones que se han celebrado ya), nos agasajaron con una cercanía y un cariño dignos de reseñar. Después nos invitaron a cenar en el restaurante del Gran Hotel Toledo, cuyo jovencísimo chef, Javier Lozar, salió a recibir la ovación de los comensales a los postres. No era para menos. De verdad, si pasan por Onda y quieren comer bien, no lo duden y pásense por su restaurante.

Ha llegado la hora de desvelarles un pequeño secreto. Voy a contar un encuentro que tuve con una buena amiga a la vuelta del verano y que puede trastocar la prioridad de mis proyectos literarios en un futuro próximo. Dado que en 2016 ya no he aumentado mi producción cuentística, después de 15 años escribiendo cuentos, decidí a primeros de año seguir con la escritura de tres novelas que empecé hace tiempo y había dejado en barbecho, mínimamente esbozadas. Con los consejos que me dieron en la Escuela de Escritores de Madrid hace un par de años ordené las ideas que ya tenía, eliminé personajes, introduje otros, reorienté algunas tramas y desarrollé una planificación con cierto sentido que me tendría ocupado al menos 5 años (lo siento, no soy tan prolífico como me gustaría). Pero esta amiga de la que hablo (y que también conoce Carlos del Pozo) me citó en una cafetería de la Plaza de España en Madrid para hacerme una propuesta: escribir su historia, a partir de una anécdota en la que yo intervine a través de mi blog para dar un giro a su vida en un momento delicado. Me quedé estupefacto, pues yo desconocía ese detalle, así como el resto de su rica, extensa y curiosísima historia, relacionada con el mundo de la cultura y su vida sentimental. Me la contó en un par de horas, al calor de varios cafés, con una profusión de fechas, anécdotas y coincidencias azarosas que podrían dejar en pañales los vericuetos existenciales de Paul Auster… No le di una respuesta inmediata. Estuve durante varias semanas dándole vueltas a la cabeza sobre cómo podría contarlo: cuanto más duraba mi indecisión, más ideas surgían y mayor envergadura iba tomando el proyecto. La idea me apetece, y me apetece mucho, pero es un reto enorme por la complejidad de lo que he pensado y la cantidad de información que necesitaría recabar y de entrevistas a personas que se relacionaron con ella. No sé si estoy preparado para ello. Veremos en qué acaba todo esto...


Y ya para despedir el repaso a este 2016 voy a hacer un recuento de mi actividad en los concursos literarios de relato, que fue la manera más directa que encontré, cuando me iniciaba allá por el año 2000, para abrirme camino en el mundo de las letras. Pero como me dijo Juan Cánovas Ortega, excelente poeta y cuentista catalán y ganador de los premios de cuento más importantes durante los años 90, “uno debe ir cerrando esa etapa de concursante si quiere prosperar en el mundo editorial”. Era el año 2005 y habíamos coincidido en la entrega del premio de cuentos Ciudad de Mula, y yo (ese fue uno de los primeros galardones que gané) no entendí del todo a lo que se refería Juan. Luego el tiempo, ese juez implacable, fue situando ante mis ojos la realidad de los concursos y la poca relevancia (salvo raras excepciones) que le merece en general a las editoriales. Incluso he llegado a pensar que les provoca cierto recelo. Respeto (y mucho) a quien se dedica a concursar sin importarle reunir o no sus cuentos premiados en un libro. Hace falta tener mucha calidad y mayor tenacidad para mantener el nivel en el tiempo. Chapó, de verdad. Pero yo sí le concedo importancia a publicar los relatos en los que uno ha dedicado buena parte de su vida. Quizá sea una apreciación equivocada por mi parte, no sé, pero a veces tengo la sensación de haber estado perdiendo el tiempo escribiendo para concursar (una vez que ya he conseguido un puñado de premios), en lugar de desarrollarme y crecer literariamente, o enriquecerme con lecturas provechosas para ponerme horizontes de mayor envergadura. Ya estoy cansado de que la gente de mi entorno me lance siempre la misma pregunta cuando se entera de que he ganado otro premio de cuentos: “Bueno, eso está bien, pero la novela ¿para cuándo?” Y sí, esa es una realidad que hay que aceptar aunque nos duela. En España, el cuento es un género muy minoritario. El escritor de cuentos no goza de prestigio, salvo para el círculo en el que se mueve, que en general se limita a los concursos, a organizadores de talleres literarios y a algún editor con muchas papeletas para perder dinero en la aventura. Así que me he tomado este año como uno de los últimos para agotar los cartuchos que aún tengo sin gastar. He concursado más que ningún año y el resultado ha sido provechoso: Villa del Esgrafiado, Riópar, Villa de Medellín, San Esteban de Gormaz, Ana de Velasco, Fernando Ballesteros, además de haber sido finalista en el Carmen Martín Gaite, El Mundo Esférico, María Carreira o en el Villa de Mazarrón. Pero aunque suene a tópico o a falso (y no lo es en absoluto), me quedo por supuesto con los lugares que he visitado y la calidad de la gente que he conocido: Concha Fernández, Ernesto Tubía, Carlos de la Calle, Almudena de Arteaga, Jose Luis García Herrera, Amaia Villa…



Pero sin duda la mayor alegría me la he llevado el mes pasado en Guadalajara, al ser reconocida mi obra “Donde mueren los proscritos” con el premio Camilo José Cela de narrativa. Supone esta obra el mayor reto literario al que me he enfrentado, el más largo y trabajoso. Y también el más satisfactorio, a pesar de que ya pensaba que tanto esfuerzo iba a estar condenado a permanecer oculto para siempre en la oscuridad de un cajón. Fueron tres años intensos de trabajo y otros siete más intentando que alguna editorial o agencia literaria apostara por ella. Por fin lo logré, aunque ha tenido que ser otra vez a través de un premio, lo que no deja de provocarme cierto desaliento.

Parece ser mi sino y mi condena. Habrá que aceptar la realidad. Mientras tanto seguiré leyendo y escribiendo, que al final es lo que realmente importa y llena mi vida.