viernes, 23 de diciembre de 2011

Brenda Lee



El caso de Brenda Lee es el colmo de la precocidad. Cuando en 1960 grabó este "I'm sorry", su sello discográfico (Decca Records) hubo de retrasar su estreno varios meses porque consideraba que, con 15 años, Brenda aún no alcanzaba la madurez necesaria para cantar una letra que habla de los errores cometidos por amor. Quizá por eso escondieron la canción en la cara B del single "That's all you gotta do". No sospechaban entonces que "I'm sorry" se convertiría en uno de los grandes clásicos de todos los tiempos. Pese a su popularidad y su larguísima y exitosa carrera, Brenda Lee no ha conseguido ganar ni un sólo premio Grammy.
Aquí la vemos en un escenario que recuerda a "Singing in the rain", del gran Gene Kelly. Por cierto, no se pierdan la ternísima escena con los perritos... Dan ganas de adoptar uno.
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lunes, 19 de diciembre de 2011

El extranjero (y 3)

El sentido de la vida es una cuestión pendiente que aún no han respondido nuestros filósofos con la profundidad que se merece. Allí estaba yo, en medio de la nada. Me sentía extranjero en la tierra que me había visto nacer y quizá debido a ello había emprendido un viaje a los orígenes de mis ancestros, en busca de alguna respuesta que reconfortara mi espíritu. Pero no la había hallado y nada indicaba lo contrario. No negaré que en tales circunstancias mi desaliento llevara a considerarme un apestado. Confundido y abatido, recorrí la ciudad en medio de la podredumbre y los buitres. Era evidente que el dinero de Argantonio no había servido para detener el avance de los persas, pero sí había unido a los focenses en la esperanza, mientras levantaban las murallas y fortificaban la ciudad. Y ese detalle me reconfortó. Al llegar al puerto observé a un grupo de personas que reunía víveres en torno a un barco de las mismas características de los que tantos había visto surcando las aguas de Tartessos. Me presenté y les conté mi peripecia. Y se mostraron sorprendidos y orgullosos de encontrar a alguien tan audaz entre los suyos. Me dijeron que estaban preparándose para partir hacia el exilio. Eran los últimos que quedaban, pues los demás supervivientes habían salido ya hacia Alalíe. De modo que otra vez tomé un barco para cruzar los mares trufados de piratas y tempestades, como si no pudiese huir de mi condición helena, como si algo en mi interior me llevase a buscar odiseas y aventuras quiméricas.


Al llegar a Sicilia abandoné su compañía con todo mi dolor, pues viví con ellos los mejores días de mi vida, y continuaron su viaje hacia la isla de Córcega, lugar que los focenses habían elegido para fundar la colonia de Alalíe veinte años atrás. Yo tenía intención de regresar a Tartessos y contar de primera mano lo acontecido en Focea durante los últimos cinco años. Había pasado mucho tiempo desde que abandoné Tartessos y esperaba poder recuperar mi vida, como si el tiempo hubiese detenido su avance a mi capricho. Pero no llegué a sospechar hasta qué punto la historia se muestra implacable con los hombres. Argantonio, el rey que había hecho de Tartessos un imperio floreciente colmado de riquezas y al que todos los pueblos mediterráneos miraban con envidia y respeto, había muerto con la seguridad de sus súbditos de no hallar jamás un soberano de su inteligencia y magnanimidad. Las honras fúnebres se habían prolongado durante semanas, mientras la incertidumbre iba ganando sitio en todo el reino. Su sucesor había decidido promulgar nuevas leyes que cambiaba la concepción de justicia que muchos teníamos, después de un período tan dilatado de estabilidad. Así que no pasó mucho tiempo sin que se produjesen destierros y represalias por agravios pasados. Es seguro que yo no me habría librado tampoco de sufrir los rencores de quienes creían tener más derecho que yo a ocupar puestos tan importantes como el que tenía, siendo extranjero como era. Tampoco el procurador principal de justicia siguió en su cargo, pues he sabido que fue desterrado a las regiones del interior, más allá del Betis. Su hija Lisístrata, que había alimentado los sueños de mi regreso, que aún mantenía vivo mi vínculo con Tartesos, había contraído matrimonio con un almirante cartaginés de la vecina Gadir, persona ingrata que ya conocía de mis tratos con la colonia fenicia. Cierto es que no le guardo rencor, pues sólo a mi indolencia puedo achacar su decisión de buscar el calor en brazos de otro. Pero no es menos cierto que nadie podrá quitar la espina que lacera mi corazón.

Ya no tenía nada que hacer en Tartessos y cinco años después de mi partida volvía a salir, esta vez con la seguridad de no volver. Atravesé las columnas de Hércules por última vez, dejando atrás mi vida y los sueños que en tantos griegos había despertado Kolaios de Samos con el descubrimiento de aquella Atlántida lejana. He llegado a Alalíe hace dos semanas bordeando la isla de Córcega por el sur para evitar a los piratas de Etruria.

Solicito, pues, me sea concedida la hospitalidad del pueblo focense, que tantos y tan buenos hijos ha dado. No albergo malas intenciones, pero si quieren referencias mías pregunten a Eumenes, Parménides, Seleuco o Quilón a los que acompañé hasta Sicilia en su último viaje. Ellos abogarán por mí. Espero vuestra clemencia.

viernes, 16 de diciembre de 2011

El extranjero (2)

Todo hubiese sido distinto si los focenses hubieseis aceptado el ofrecimiento de Argantonio. Recuerdo aquel día como si fuese ayer. Era la vigésima legación comercial que Focea enviaba en busca de estaño. Y a todos nos embargó la preocupación después de escuchar las malas noticias que traían sus emisarios: decían que los persas, en su afán expansivo, amenazaban con engullir Focea, como ya habían hecho con otras ciudades griegas de Anatolia. Todos sabíamos que no habría otra solución que el exilio, salvo la aniquilación de nuestro pueblo en caso de acudir a la guerra. Entonces emergió la figura de Argantonio, tan generosa como longeva, inteligente y acreedor del respeto de sus enemigos.


Sabed que llegó a ofrecer las tierras de su imperio para que pudieseis estableceros sin condición alguna, en un gesto que jamás olvidaré. No niego que en el ofrecimiento existiesen otros cálculos políticos, con el fin de minar el terreno a sus posibles sucesores, más proclives a establecer alianzas con los cartagineses. Pero es así como ha logrado ejercer su reinado durante más de cincuenta años, y así le ha ido bien. Tampoco sé si este detalle que acabo de escribir de mi puño y letra es de vuestro entero conocimiento. El hecho es que vuestros emisarios rechazaron la oferta de Argantonio y se volvieron a Focea con las bodegas de las naves cargadas de talentos, dinero que Argantonio había regalado como compensación, para fortalecer las defensas de la ciudad ante el ataque inminente de los persas.

Este último encuentro con los focenses, de los que de alguna manera me sentía deudor, debido quizá al origen de mi padre, puso un punto de desasosiego en mi ánimo que fue engordando con el paso del tiempo. No pasaba un día sin que mis pensamientos viajasen hasta el otro lado del Mediterráneo y acompañaran en su desamparo a mis compatriotas, haciendo mío un sentimiento de añoranza que no tendría que tener si no fuera porque algo en mi interior enervaba mi sangre griega. Así que al cabo de un año decidí armarme de valor y embarqué rumbo a Focea, una decisión en la que más pudo el corazón que la cabeza. En Tartessos dejaba mi vida con la esperanza de volver a retomarla, como si yo pudiese controlar desde la lejanía los efectos de mi ausencia. Luego comprobé que mi insignificancia apenas me impedía vadear las dificultades que iban sucediéndose una tras otra, como una cascada. Pues al día siguiente de hacerme a la mar caí enfermo, víctima de los mareos que me producían los vaivenes de la embarcación. Tras dos semanas de travesía arribamos a las costas de Sicilia, donde una tempestad redujo a tablas nuestra nave. Allí permanecí un tiempo que no sé precisar, quizá un mes, puede que dos. Quiso la fortuna que allí hiciese escala un barco fenicio, que procedente de Cartago, regresaba a Tiro. Engañé a la tripulación y me admitieron entre ellos, con la falsa excusa de cumplir una importante misión diplomática para la colonia fenicia de Gadir. Al llegar a Tiro me escabullí entre el gentío del puerto y decidí seguir la línea de la costa para llegar hasta Focea. Creyendo estar próximo a mi destino no sabía que aún habría de pasar mucho más tiempo del que ya había empleado en llegar a Fenicia. Sufrí caídas, mordeduras de serpientes y alacranes, pasé hambre, sed y frío, padecí enfermedades y ataques de bandidos.

Con mis fuerzas al límite, mi ropa hecha jirones y una barba de náufrago, llegué al fin a las puertas de Focea, una ciudad que imaginaba idílica, dinámica y cosmopolita, capaz de acoger al hijo pródigo que regresa con una fe ciega en sus orígenes, que no renuncia a ellos a pesar de una vida pasada de opulencia tartésica. Pero lo que encontré al otro lado de los riscos que delimitan la bahía de Focea fue un panorama de desolación y muerte. Apenas una docena de casas se sostenía en pie en medio de las ruinas y las cenizas en que los persas habían convertido mi patria.
 
                  .............(Continuará)............

sábado, 10 de diciembre de 2011

El extranjero

Muy señor mío:


Con humildad me dirijo a la autoridad de Alalíe, para que me conceda la gracia de un aplazamiento de mi expulsión. Quiero demostrar que mi origen jonio no es inventado, a pesar de venir de tierras tartésicas. Los bandazos con que nos sacude la vida hacen de nuestro peregrinar un camino imprevisible, y así como vosotros llegasteis al exilio de Alalíe huyendo de los persas desde oriente, yo he venido también a parar aquí, pero en mi caso huyendo de los cartagineses desde el otro lado de las columnas de Hércules. Reconozco, sin embargo, que he nacido en Tartessos, que allí me he criado, he aprendido su lengua, sus costumbres y también allí me he enamorado y poco después me han destrozado el corazón. Pero no quiero ampararme en la desgracia para solicitar lo que considero de justicia, así que apelaré a mis orígenes.


Mi nombre es Heráclito, hijo de Heráclito de Eneas, el navegante, personalidad que ha dado los mayores tiempos de gloria a los focenses y que sin duda los más viejos deberían recordar y venerar como se merece, aunque su tumba se encuentre ahora en aguas de Sicilia, a setenta codos de profundidad. Fue mi padre de los primeros focenses que vinieron a parar a estas tierras, llamado por los cantos de sirena que trajo en su nave Kolaios de Samos, a su regreso del lejano occidente. Eran cantos de sirena tan tangibles como una nave repleta de tesoros por valor de sesenta talentos. Me han contado, y es posible que lo hayáis visto, que en acción de gracias por el feliz regreso logrado tras aquel largo y accidentado viaje, los samios mandaron construir un magnífico caldero de bronce, coronado con cabezas de grifos y sostenido por tres gigantes, de tal tamaño que aun arrodillados, medían siete codos de alto. Mi padre lo vio en el santuario de Hera y allí prometió entregar su vida a hacer de Focea una potencia comercial conocida y respetada en todo el Mediterráneo. Y pienso que cumplió su palabra con creces. Pero ya que he hablado de mi padre en tono elogioso, también habré de referirme a otros aspectos que no hacen de él un ejemplo a seguir precisamente. Y es que siendo un hombre unido en matrimonio, con la promesa de fidelidad que ello conlleva, faltó a su compromiso y descuidó sus obligaciones. Sí, lo reconozco, soy hijo ilegítimo de Heráclito el navegante. Pero de él he heredado su nombre y su amor a Focea, su tierra de origen. Desconozco si en otros puertos habrá engendrado más hijos que reclamen ahora su amparo, pero sin que sirva de disculpa, tal vez su proceder respondiera a una estrategia de colonización que no hemos sabido valorar. Quizá haya buscado establecer con las autoridades locales otros lazos distintos a los meramente comerciales y que han demostrado ser muy útiles y necesarios. Y para corroborar mi afirmación contaré mi caso.

Yo era consciente de mi condición de extranjero desde que tenía uso de razón, no sólo porque veía a mi padre cada tres años, sino porque mi educación se alejaba de lo establecido para los niños nacidos en Tartessos. Estudié oratoria y filosofía, y ello me permitió abrir las puertas para codearme con las élites locales. Fui maestro y poeta reconocido, y entre mis alumnos había sacerdotes, hijos de jueces y consejeros reales.
También figuraba Lisístrata, merecedora de ocupar en el Olimpo un puesto junto a la diosa de la belleza, y por cuyo amor me encuentro ahora llamando a las puertas de Alalíe, solo y derrotado. Su padre era el procurador principal de justicia y mano derecha de Argantonio, rey que gobernaba Tartessos desde hacía decenios. Dada mi facilidad para los idiomas, el rey también me encomendaba tareas diplomáticas, y ya fuera para recibir a los mercaderes extranjeros o para tratar con los cartagineses que venían de Gadir a exigirnos un impuesto de protección (¡los dioses los confundan!), mis servicios se cotizaban generosamente en dinero y en especie. Mi vida estaba bien orientada, gozaba de reconocimiento y era un secreto a voces que mi relación con Lisístrata derivaría en un compromiso formal en breve plazo. Pero la armonía y los años de bonanza de Tartessos iban a durar mientras Argantonio siguiera con vida, y a pocos se nos escapaba que los cartagineses habían estado tejiendo durante años una tupida red de intereses que estaba ya a punto de caer sobre nosotros.

                ................ (Continuará) ...................