sábado, 30 de abril de 2011

Françoise Hardy


Volvamos al sepia (que no al color) y recuperemos la canción francesa. “Tous les garçons et les filles” fue el primer éxito de Françoise Hardy en 1962. Tenía 18 años, una educación en un colegio de monjas y decenas de canciones escritas antes de cumplir los 15. Su familia la animó a tocar en clubes parisinos y a buscar discográfica. Fichó por Vogue, que quiso presentarla como chica ye-ye. Craso error: no era música de consumo lo que ella hacía. Era una cantautora. “Tous les garçons et les filles” habla del desamor, de la soledad no deseada, de una chica que camina sola entre muchas parejas de enamorados, y se pregunta cuándo encontrará a alguien que la quiera. Viéndola, tan guapa, tan dulce, tan francesa, me extraña que se lo pregunte.
Por cierto, curioso videoclip de coches de choque, norias y faldas al viento.

domingo, 17 de abril de 2011

En el café


Por aquel entonces, la puntualidad se erigía en un rasgo nada desdeñable de mi personalidad. A las ocho solía salir de la oficina y antes de marchar a casa me pasaba por el ‘Constantinopla’. Allí, la decoración me trasladaba a un mundo pretérito de sueños y melancolías y yo me dejaba llevar por los aromas que prometían noches de placer. Al otro lado de la barra, frente a la que me pertrechaba para escapar de la rutina, veía siempre a la misma mujer sentada a la mesa, solitaria y meditabunda, con un punto de elegancia discreta que la hacía más misteriosa y atractiva.
Una semana después supe que se llamaba Rosaura y al mes siguiente estábamos inmersos en una relación prometedora, a tenor de lo insaciable de nuestros encuentros. Pero pronto se trocó en una nave difícil de pilotar, a pesar de mi naturaleza permeable y sacrificada. Así que antes de acabar en la autodestrucción decidimos dejar que nuestros caminos discurriesen limpios de polvo y paja, en espera de que cicatrizaran las heridas que nos dejó la ansiedad y el dolor.
Hoy se cumplen tres años de nuestra despedida, y aquí, en el ‘Constantinopla’, nada parece haber cambiado. Acabo de salir de la oficina y antes de marchar a casa me dejo arrastrar por el aroma de mi sempiterno café, mientras me decido a averiguar el nombre de una extraña mujer sentada a la mesa, al otro lado de la barra, a la que llevo observando desde hace una semana.
Pero quisiera pensar que en el ‘Constantinopla’, los finales no siempre son los mismos

lunes, 11 de abril de 2011

La casa habitada


La editorial Algaida nos trae como viene siendo habitual en los últimos años (en edición bastante cuidada de encuadernación y formato de letra) las novelas premiadas en el XXVIII certamen Felipe Trigo. En la modalidad de novela corta se llevó el premio “La casa habitada”, de Carlos J. Climent. Como su título indica, esta novela narra la historia de una familia que se instala en una casa que ya está habitada. La situación de partida, que puede parecer chocante si la llevásemos al mundo real, se hace verosímil con el desarrollo de la trama por la buena caracterización de los personajes, a los que dota de un perfil psicológico muy marcado. Conforme avanza la acción y en la línea del cuento de Julio Cortázar, “Casa tomada” (del que es claro deudor), la evolución de los acontecimientos nos conduce hacia un final, no por previsible, menos impactante.
Sin embargo, en el cuento de Cortázar principalmente lo que prevalece es el misterio, pues desconocemos qué presencia extraña es la que invade la casa, con qué intenciones y por qué, o cómo terminarán los protagonistas. Estas incertidumbres dan a “Casa tomada” una mayor riqueza al sugerir muchas interpretaciones: algunos podrán ver en el mensaje del cuento una metáfora sobre la situación política argentina; otros sugieren que hay una especie de sombra del pasado que acecha a unos personajes cargados de culpas o miedos; e incluso hay quien ha visto en esa presencia extraña una biblioteca que crece sin control a medida que pasa el tiempo hasta amenazar con ocupar toda la casa. En cambio, en “La casa habitada” sabemos desde la primera página que es una familia ajena la que ocupa una parte de la casa del protagonista, lo que dirige la atención del lector hacia el desenlace final. Un desenlace que me ha hecho recordar el ambiente enrarecido que impregnan las novelas de Kafka. Por eso me atrevería a decir que “La casa habitada” es más deudora de “La metamorfosis” que del cuento “Casa tomada”. De hecho, en el epílogo de la novela el autor justifica que “la melancolía y cierta angustia de estar vivo debían circular por las palabras del texto”. Y en cierto modo, Carlos ha sabido reflejar el miedo del protagonista a vivir en un mundo regido por reglas que no entiende y lo proscriben. ¿Acaso hay algo más kafkiano que esto?
Carlos J. Climent ya había demostrado con sus obras anteriores (sobre todo con la deliciosa colección de cuentos “Conversaciones en el balneario”, que encontré por casualidad en un puesto de la cuesta Moyano) que es capaz de construir buenas historias con personajes creíbles y humanos. Sería interesante comprobar cómo se desenvuelve en narraciones más largas. Pero de momento, en esta novela corta que nos ocupa, consigue hacer una reescritura de uno de los mejores cuentos de Julio Cortázar. El reto, desde luego, es difícil por lo atrevido de la propuesta. Exponerse así al escrutinio de los que veneran al maestro en el altar de los ídolos de las letras denota en primer lugar mucha valentía por su parte y luego un cierto grado de provocación, tan necesario para mantener vivo el nervio de todo escritor que se precie.
A mi juicio, Carlos sale airoso de la prueba, aunque siempre haya algún inquisidor que se mate la vista intentando encontrar materia para condenar a Carlos J. Climent a la hoguera de los blasfemos.
Pues nada, que ladren mientras Carlos sigue escribiendo.
Todos lo agradeceremos.