sábado, 26 de marzo de 2011

Martha Reeves and The Vandellas



“Dancing in the street” fue el single de debut de este grupo en la Motown. La canción fue escrita por Mickey Stevenson y Marvin Gaye y pensada en un principio para la voz de Kim Weston. Pero su negativa a grabarla, le llevó a Martha Reeves a popularizarla. Tiene la frescura del Rythmyn Blues de los primeros 60, (con un cierto sabor a Ray Charles), y ese tono festivo que anima a seguir la letra y bailar en plena calle. Es 1964, época dura de reivindicaciones por la igualdad racial en Estados Unidos, y muchos de estos líderes quisieron ver en la canción un motivo de agitación social. A su llegada a Inglaterra un periodista le preguntó a Martha Reeves por esta cuestión. Su respuesta fue tajante: “My Lord, it’s only a party song!”. Puede que tuvieras razón, querida Martha, pero aún está por valorar lo que canciones como esta han hecho por la igualdad racial en el mundo.

lunes, 21 de marzo de 2011

La posada del viajero


A la caída de la tarde los dos excursionistas ansiaban encontrar un lugar acogedor para pasar la noche tras una jornada de marcha agotadora. Un vetusto caserío dejaba en el horizonte el único rastro de civilización hasta donde la vista alcanzaba.
- Aquella casa –dijo el más joven- es la morada de la bruja Valana, que según cuenta la leyenda, vaga de noche por los caminos en busca de carne humana con que saciar su apetito. Debemos alejarnos de aquí.
- Te equivocas. –contesta el más viejo- Allí vive el conde de Prècavs, que según cuentan las crónicas, selló hace quinientos años un pacto con el diablo que renueva cada noche con sangre humana. Debemos alejarnos de aquí.
Y los dos excursionistas comenzaron a discutir, valiéndose de libros y mapas que llevaban en las mochilas para avalar sus argumentos. Pero ninguno daba su brazo a torcer y no llegaron a acuerdo alguno, hasta que vieron a un campesino que regresaba de la siembra a lomos de un asno. Le preguntaron si conocía al morador de la casa, y si éste se valía de hechizos para comer carne humana como decía la leyenda, o bien era un bebedor de sangre descendiente de la nobleza como reflejaban otras crónicas.
- Nada de eso. –Tranquilizó el campesino- Aquella casa es la Posada del Viajero. Sirven comidas y ofrecen camas al calor del fuego. Si estáis cansados, llamad a la puerta y os recibirán. No hagáis caso de las habladurías y leyendas que por ahí circulan.
Y los dos excursionistas dirigieron sus pasos hacia la casa, aliviados por las palabras de un campesino que respondía al nombre de Prècavs desde hacía más de quinientos años.
- Vamos, Valana. –Susurró el campesino al oído del asno- Regresemos a casa. Intuyo que esta noche cenaremos bien.

martes, 15 de marzo de 2011

Sarcasmos te da la vida


La vida está llena de sarcasmos. No puede ser de otra manera habiendo tantos ejemplos en la historia que hasta las crónicas más antiguas ya daban fe de ello. Si Maximilien de Robespierre no hubiese inventado la guillotina, no habría probado su eficacia en 1794 viendo rodar su propia cabeza. Tampoco sabemos lo que Beethoven podría haber legado a la humanidad si su sordera no hubiese irrumpido en su vida aislándolo del mundo. Es posible que sin su dolencia, su novena sinfonía habría resultado menos sublime. ¿Ironía? Tal vez. Lo que sí es seguro es que Borges tampoco se iba a librar de la suya. Lector voraz, perdió la vista por vivir (y beber) lecturas demasiado deprisa. Suele pasar cuando uno se zampa la Enciclopedia Británica en plena infancia. Como consecuencia, tuvo que penar su exceso con una indigestión de retina que le impidió trasegar más libros. Durísima condena para él.
Pero hoy les voy a hablar de Lawrence Chardy, que desafió hasta el paroxismo la condición mortal del ser humano. Nació en 1890 en Pasadena, California. A los cinco años sobrevivió a una meningitis que le dejó como única secuela un volumen desproporcionado de su cabeza. Un precio muy barato si lo comparamos con el que tuvieron que pagar los otros quince niños de la ciudad que también sufrieron la enfermedad. Fue el único que quedó para contarlo. A los 16 años sobrevivió al terremoto de San Francisco que destruyó la ciudad y convirtió su barrio en un arado de escombros. Pero no fue hasta 1912 (cuando logró salir a nado de un Titanic que se hundía) cuando Lawrence supo que tenía un ángel protector que le guardaba la vida.
Desde entonces se entregó a una constante apuesta con la muerte, sabedor de que iba a salir indemne. Así, se alistó voluntario en el ejército para luchar en la Primera Guerra Mundial, y por supuesto ganar la batalla de Gallípoli. 25 años después, se ofreció como voluntario en los oscuros programas del proyecto Manhatan mientras se libraba la Segunda Guerra Mundial. Ni las radiaciones ni los gases experimentales pudieron con él, de modo que los responsables del proyecto lo expulsaron sin indemnizarle, una vez que conocieron su biografía, por “el peligro de equivocar las conclusiones de los científicos a la hora de valorar las secuelas en el organismo humano a la exposición al gas nervioso” (sic). Por eso, aprovechándose de su inmunidad lo enviaron al desembarco de Normandía, (ascendido ya a oficial), al frente de un batallón del que fue su único sobreviviente. A su regreso recibió la medalla de honor.
Siempre inquieto, al cumplir los 60 años, Lawrence Chardy se lanzó a ganar dinero con un disfraz de hombre-bala, haciendo de proyectil en un exitoso espectáculo que recorrió los Estados Unidos de costa a costa hasta 1955.
Pero nadie podía predecir (y menos él) que su final lo encontraría en una inocente bolsa de pipas que compró en Long Island. Una cáscara que tragó por accidente le obstruyó la traquea y murió en plena calle sin que nadie pudiera evitarlo (ni creerlo). Ni las enfermedades, ni las guerras pudieron con él. Tampoco los terremotos, los naufragios o las armas químicas. Sólo una semilla, una puñetera pipa.
Murió en 1956, el mismo día que Bela Lugosi, ese mítico actor de películas de terror que, en otra ironía de la vida, falleció en Los Ángeles creyéndose un vampiro, como uno más de los tantos personajes que había interpretado en el cine. Y para completar la ironía, Lugosi ordenó ser incinerado con su disfraz de vampiro. Pero para entonces, Lawrence Chardy ya ejercía de hombre mortal.
Sarcasmos te da la vida.

sábado, 5 de marzo de 2011

Un tranvia en SP



Con esta novela, Unai Elorriaga ganó el Premio Nacional de Literatura del año 2002. Se trata de una novela para la reflexión, para el humor, para el drama; una novela que muestra una forma de afrontar la realidad, de vivir la vida con los recuerdos y los anhelos que le dan sentido. El título, “Un tranvía en SP”, no puede sintetizar mejor la conjunción de lo vivido y lo soñado, pues el tranvía une al protagonista con su pasado y le puede conducir a cumplir su deseo, ascender al Shisha Pangma (SP). Ni que decir tiene que esta es una interpretación que propicia una lectura optimista de la novela. Porque a mi juicio hay otros aspectos más discutibles (referidos al estilo), que visten la novela con un corsé poco elaborado, como una especie de “collage” deslavazado de retales donde lo esencial no parece que sea narrar una historia, sino describir una sucesión de sensaciones, volubles y anárquicas. Y ese es un defecto que desconcierta y condiciona mucho la lectura. Pero vayamos por partes.
"Un tranvía en SP" cuenta la vida de Lucas, un octogenario que debe convivir con la demencia senil que consume sus últimos años de vida. María, su hermana, lo tiene a su cargo en casa tras recogerlo del hospital. A pesar de que el tema puede dar pie a una lectura pesimista, la novela está escrita en un tono amable y festivo, lejos de ambientes opresivos y desesperanzados que impregnan otras obras donde la enfermedad cobra una especial relevancia, como es el caso de “Pabellón de reposo”, de Camilo José Cela.
Junto a estos personajes está Marcos, un músico que acompañado de una guitarra recorre el mundo hasta encontrar el amor de Roma, una joven médico. Con estos personajes, el autor teje un pequeño mundo de complicidades, de sueños por cumplir, de confesiones a veces amargas; un lugar de encuentro entre la vejez y la juventud, donde tiene cabida el nacimiento del amor, el avance de la enfermedad, la práctica de la convivencia en definitiva, con todo lo que conlleva de bueno y de malo.
Narrar lo cotidiano tiene el peligro de hacer caer en la indolencia al lector y llevarlo a abandonar la lectura si la trama no tiene los “puntos de enganche” suficientemente atractivos. Unai Elorriaga resuelve este problema dosificando el humor y el drama, e intercalando con la voz omnisciente del narrador algunas reflexiones y anécdotas que a modo de diario escribe cada personaje. Así podemos identificar sin excesiva dificultad las inquietudes de cada uno de ellos y las relaciones que se establecen. En este aspecto destaca la que mantienen Lucas y su hermana, que constituye el armazón principal de la historia. Lucas vive obsesionado con el alpinismo y sueña con escalar algún día el Shisha Pangma, el más bajo de los 14 “ochomiles” del planeta. Ese sueño también es alimentado por María, que participa de esa obsesión, dando consejos, arropando a su hermano, comprendiendo que es el momento de estar con él, de no dejarlo solo. Se establece una relación de entrega, de dulce comprensión, llena de guiños de complicidad. Una relación entrañable e impregnada de ternura que recuerda a la que tiene el anciano Salvatore con su nieto Bruno en la novela de José Luís Sanpedro, “La sonrisa etrusca”. En este relato, lleno de delicadeza y sensibilidad, es también protagonista la vejez: Salvatore, estando en el ocaso de su vida y ante el inexorable avance de la enfermedad, encuentra en su nieto un motivo para seguir aferrado a la vida.
Unai Elorriaga no pretende hacer de su novela un drama que deje en el lector un poso de tristeza. Por eso descarga la tensión dramática intercalando monólogos que escribe el propio Lucas por recomendación médica, como ejercicio para mantener activa la mente. Es en ese momento cuando el autor despliega todos sus recursos humorísticos, poniendo en boca de Lucas ocurrencias disparatadas y absurdas que llevan casi a la carcajada. Y para mantener el equilibrio emocional de la historia, el autor inserta otros monólogos de Lucas, que reflejan el sufrimiento al recordar a Rosa, su mujer. Un recuerdo que aún permanece vivo en él, a pesar de la demencia y de los 15 años que ya han transcurrido desde su muerte. O la nostalgia de su juventud, momento en que recuerda a Matías, un amigo suyo con dotes para el fútbol y que acaba trabajando como conductor de tranvías.
Para completar la historia, aparece Marcos en la vida de los protagonistas. Marcos es un músico que busca el amor y la melodía perfecta. Un bohemio que encuentra en Lucas a un consejero, a un anciano cargado de experiencias, a una mente inocente y carente de maldad, a un amigo que le abre las puertas de un mundo que le invita a explorar. Pero al mismo tiempo Marcos es consciente de la situación de soledad de María y se ofrece a ser su consuelo, la persona que escucha y da calor.
En cuanto a la forma de contar la historia, me ha venido a la memoria la obra “Manhatan transfer”, de John Dos Passos. En ella se narran retazos de la vida de la Nueva York de aquellos inmigrantes que llegaron de Europa a principios de siglo XX. Entrecruza anécdotas y episodios de varios personajes, en principio sin mucha relación entre ellos, con crudeza, en un marco común de espacio y lugar.
Esta manera de narrar historias puede llegar a desconcertar al lector, sobre todo si está habituado a lecturas donde la trama es más concreta y lineal en el tiempo. En este caso el autor no parte de un principio claramente definido para desarrollar una trama y llegar a un desenlace que el lector puede intuir o no, pero sabe que éste se va a producir. En cambio en el tipo de narración que nos ocupa se exige del lector otra lectura, situarse en otro nivel al puramente narrativo y mirar desde otra perspectiva el conjunto de la historia. Esto puede llevar al lector a cuestionarse ciertos planteamientos del autor y hacerse preguntas del tipo: “¿Por qué este párrafo de la página 20 no lo pone en la 66, o en la 94? ¿Por qué la novela termina en la 174 y no sigue hasta la 315? ¿Qué aporta el episodio que cuenta en la página 116 al conjunto de la novela? ¿Por qué no lo suprime, o no le da otro sentido?”… Me temo que, a pesar de todos los análisis que hagamos, estas preguntas sólo puede responderlas el propio autor.
Como reflexión final, conceder un premio de tal envergadura como el nacional de literatura a una sola novela de entre las miles que se publican a lo largo de un año no deja de ser una injusticia, pues sin duda habrá motivos para premiar a muchas otras con igual o superior calidad. Este premio le ha servido a Unai Elorriaga para ingresar en el selecto club de escritores españoles que han recibido importantes galardones a nivel nacional. Premiar a una joven promesa tiene sus riesgos, no en vano pocos son los que se acordarán ahora de Pedro Maestre, joven ganador del Nadal a principios de los noventa, con “Matando dinosaurios con tirachinas”.
Pero en ocasiones la apuesta puede salir bien, pues Antonio Muñoz Molina, con “El invierno en Lisboa” y Luís Landero, con “Juegos de la edad tardía”, lograron el nacional de literatura en el inicio de sus carreras literarias y luego han confirmado plenamente con sus obras posteriores las expectativas que despertaron entre los críticos.
El tiempo lo dirá, pero una vez pasados 9 años y varias novelas de Unai, mucho me temo que este premio del 2002 sirviera más bien para contentar a la Academia Vasca.
Literatura o poder, eterno dilema.