jueves, 27 de mayo de 2010

El paraíso en la tierra


No sé si cuando Dios encargó al hombre que dominara a los animales sobre la tierra se refería a que administráramos la serotonina con un mejor criterio.
En el siglo XIX aún no se conocían los beneficios de esta enzima, pero ya hubo intentos de domesticar animales que, sin tener nunca contacto con el hombre, habían evolucionado en estado salvaje durante milenios. Así, el multimillonario Lord Rotschild pensó que domesticando a la cebra ya no sería necesario trasladar los caballos desde Inglaterra hacia las colonias africanas. Se evitaría de esta manera los gastos del traslado y las pérdidas millonarias que suponía la muerte sistemática de los equinos, aquejados de múltiples enfermedades al llegar a una tierra tan ajena y hostil. Enseguida se puso manos a la obra y en pocas décadas consiguió domesticar una camada de seis cebras que embridó en un coche para que tiraran de él como si fueran caballos. Empeñado en demostrar los beneficios de su experimento, quiso ponerlo a prueba en un paseo por los jardines de Buckimham Palace y en presencia de la reina. El fracaso fue estrepitoso. Las cebras salieron desbocadas cuando sintieron en sus lomos rayados y salvajes los primeros latigazos del cochero, lo que llevaba a la conclusión de que cientos de miles de años de evolución natural no podían corregirse a golpe de azote.
Pero este no fue el único intento de domesticar animales salvajes. Ya en el siglo XX, después de años de investigaciones dedicadas a convertir los zorros en perritos falderos y aplicando los principios que Darwin anunciara en su “selección natural”, se fueron apartando los ejemplares más agresivos y se quedaron en los laboratorios con aquellos más propensos a las caricias. Los avances en el siglo XIX se completaron en el siguiente con el desarrollo de la farmacopea y con el descubrimiento de una sustancia química, la serotonina, que inyectada en el cerebro conseguía inhibir el comportamiento agresivo natural. Con tales medios a su alcance, el científico ruso Belyaev logró que tras cuatro generaciones de zorros mansos con alma de enzima, algunos ejemplares empezaran a menear la cola en su presencia, que sus orejas perdieran la rigidez de sus ancestros salvajes y que se acercaran a comer de la mano de su camello de serotonina.
En esta arcadia de mundo feliz y pastoril a nadie se le ocurrió en pleno siglo XX aplicar los beneficios de los experimentos en el propio ser humano, que en estos últimos 100 años y tras varias guerras mundiales y totalitarismos liberticidas consiguió acabar con muchos cientos de millones de sus congéneres. Aunque visto por otro lado lo que el hombre es capaz de generar cuando juega a ser Dios, tenemos bastante difícil la elección de la carta con la que debemos jugar en la vida. Si a mí me dan a elegir, prefiero que los zorros sigan siendo zorros, aunque el hombre siga tropezando en la misma piedra. Al césar lo que es del césar y a Dios lo que es suyo.